Tal vez estoy cometiendo una herejía imperdonable, pero sostengo que en el principio no fue el verbo, sino el silencio y el temor. Después vino la palabra y nos ofreció un resguardo y nos permitió construir una morada en un territorio hostil. Eso hizo más habitable al mundo. En la actualidad esa dimensión trascendental de la palabra es la que está en juego.
Daniel Goldin
Hoy quiero hablarles de leones, concretamente de dos. No, no son los de las Cortes pero, si hay empeño y ganas, podríamos buscar la relación. Eso ya depende de la "lectura" que hagamos con lo que yo les quiero contar.
Uno de estos impresionantes felinos, pongamos que recién llegado del África subsahariana o quizá de Asia, tanto da en este caso, resulta ser un joven y curioso león que ha dejado su cálida sabana para viajar en busca de un futuro para su presente.
Lleva muy poco equipaje, tan solo a él mismo. Busca sustento mientras se pasea temeroso por la ciudad a la que acaba de llegar; siente recelo cuando se apartan de él, cierto pánico a que le griten, o tal vez algo más que no se atreve siquiera a dibujar. Pero nadie parece fijarse en su poderosa y peculiar presencia, la gente lleva puesto el uniforme de la prisa y pasa a su lado como si no existiera, y eso le sorprende y le asusta.
Tiene miedo de que le tengan miedo.
En el metro, le miran de forma oblicua, ruge suavemente porque le gustaría que supieran que está allí, pero su grito se pierde entre el gentío y la negrura de los túneles.
En la ciudad está comenzando a llover y siente aún más la falta de su luminoso hogar. Camina contemplando edificios fastuosos y el gran río que atraviesa la ciudad; nada deja de asombrarle. De forma casual, su mirada se cruza con la de una joven y la sostienen los dos durante unos instantes. Solo una anciana, necesitada de palabras como él, le ofrece algunas.
Decide subir a una gran torre de metal desde donde las personas se asemejan a seres diminutos, pero vuelve a la horizontalidad de las calles. Descubre entonces a un gran león de bronce que reposa su poderosa presencia sobre un pedestal, donde una leyenda aclara que la figura simboliza la heroica resistencia de una ciudad fronteriza. Aquello parece reconfortarle.
Entre tanto, nuestro otro miembro de la familia de los félidos, se encuentra en su deambular solitario frente a un edificio que llama su atención por una réplica dos leones en piedra que, más que flanquear la puerta, parecen invitar a traspasarla a tenor de lo que se ve allí: un entrar y salir, amplio y diverso, de tipologías humanas, arropado por niños y jóvenes que no pueden esconder su bulliciosa presencia.
La curiosidad le puede y decide entrar, recorrer aquel espacio tranquilo y acogedor, donde se le mira con la curiosidad que despierta siempre un recién llegado, para luego seguir cada uno a lo suyo: volver a fijar su mirada en libros, revistas, pantallas?
Alguien que está allí para que todo vaya con fluidez, apunta la expresión de preguntarse si la presencia del león es adecuada, pero al mirar a su alrededor esboza una sonrisa, sabiendo que es imposible que exista una norma en contra.
Cansado por el trajín del día, nuestro león viene a quedarse dormido en un rincón lleno de apetecibles y cálidos almohadones, donde un montón de críos parecen aguardar con expectación algo muy importante.
De pronto, se escucha una voz que modula con palabras la historia del libro que sotiene entre sus manos. Nuestro león abre ojos y oídos y comienza a escuchar interesado. Después de aquella primera historia vienen otras. Pasado el tiempo de los cuentos los niños, con los ojos todavía enardecidos por los relatos, comienzan a levantarse, pero en ese momento el león ruge protestón pidiendo más palabras.
Alguien le señala que mañana tendrán la oportunidad de acercarse a nuevas historias. El día después tiene a nuestro león en la biblioteca desde hora temprana. Mientras llega el tiempo de los cuentos, mitiga su apetito con todo lo que ofrece cada rincón de aquel sugestivo lugar.
Habrá que ir acabando... Y ¿cómo terminamos la historia?
Saben, en este momento me fascina la idea de poder finalizar hablando de nuevo de esos leones de bronce que protegen simbólicamente la entrada en las Cortes. Como ya imaginan, son en realidad nuestros dos amigos felinos. Y esa imagen que reflejan, sempiternamente erguida, manteniendo una especie de hierático silencio, sabemos ahora que es consecuencia del ávido deseo de que los portones que tienen a sus espaldas se abran de par en par y, mirando de frente al Congreso, caminando con la grandeza de quien ha pateado las calles, ingresar en otro de los lugares públicos donde, como en las bibliotecas, hay que habitar la palabra.
NOTA BENE Quisiera agradecer a los autores de Un león en París y León de biblioteca, publicados en nuestro país por la editoriales SM y Ekaré respectivamente, el hilván de este escrito, fruto de la lectura de sus dos historias. Aprovecho también la ocasión para recomendarles que se hagan con ellos y pespunteen la suya.
Decir, por último, que este texto quiere ser una muestra de agradecimiento a las bibliotecas, especialmente a las que nos proporcionan "albergue" en la ciudad donde vivo.