Y no me refiero a los del motor en este caso. Ni los del ruido (que los hay a montones). Ni siquiera el bajar ríos en multitud con artilugios de lo más diverso para dejarlos por allí luego. Ni enseñar las tetas o el culo en lugares poco apropiados (que esos también podrían ser contaminantes y nocivos). Sino a los contaminantes del espíritu y la razón. Aquellos cuya atención continuada enajena para un rato o para siempre.
Yo soy aficionado confeso al fútbol. De los de antes. No del Barça o el Real de ahora. De antes de inventarse esa religión de dicotomías. Era aficionado antes que nada del equipo local (militase donde fuere). Acudía en invierno y en verano con fidelidad. Pagando mi cuota anual de riguroso feligrés. Así durante años y años. Y de fondo, siempre de fondo, simpatías por algún otro equipo que mereciera. Ese era yo.
Ahora no es que aborrezca el fútbol pero casi. Ahora no puedo sintonizar una emisora de radio que no dé tres o cuatro días por semana retransmisiones y comentarios no ya de fútbol, sino de esos dos equipos del universo todo y un tercero en discordia al que ahora llaman eufemísticamente la roja. Y me abruman. Y la televisión a vueltas cada día con anuncios de la liga o la champions o el enésimo encuentro del siglo. Y cansa. Vaya si cansan.
Siento que nuestra sociedad anda adormecida y no con brebajes extraños, precisamente, sino con vueltas y vueltas de tuerca al moderno monotema del espectáculo de masas. Para dirigir nuestras cabezas algo zombis a ninguna parte que no sea esa. Para cercenar lo poco de criterio selectivo que aún nos quede. Como el más perfecto contaminante de las ideas. Ni el más sutil ni el más sofisticado, desde luego que no, sí que el más eficaz y aprovechable medio de inyectar vacío (qué paradoja en espectáculos llenos de masas y griteríos) y cercenar capacidades de analizar otras cosas. ¿No nos estaremos pasando?