Abriendo ventanas, clareando silencios
Cuentan los compadres, alcahuetes y correveidiles de las covachuelas charras, al pie mismo de la estatua de Fray Luis de León, que el alborotado atardecer del pasado trece se inauguró en el Salón de Exposiciones de la Biblioteca Torrente Ballester, una muestra de lienzos de lluvia, retratos, sillares, paraguas, paisajes, cielos grises, misterios, callares, metáforas y tierras mojadas.
El genial Antonio Varas había vuelto a cuadricular la vida con azules de infancia, dorados de Salamanca, lectores intemporales, sombras de Venecia, trece escritores de escolta y el puente ése de Praga.
Y entreverando las obras de arte con reencuentros, abrazos, sonrisas, asombros y trece relatos, me invitaron a una fiesta en la que participaron admiradores embobados, críticos de arte, compañeros de tiza y tajo, concejales ilustrados, amigos militantes, retratistas de la historia, poetisas entregadas, diputados detallistas y gentes del barrio.
Fiesta agridulce, porque el artista también celebraba el fin del magisterio en su Cátedra; se terminaron las dudas, los aciertos, las formas, los fundamentos, las contraseñas, los enigmas y el caos. Resulta extraño que una biografía de tantos colores abandone su generosa dedicación, su capacidad de comunicar, sus vigilias e impulsos en la investigación, su entrañable proximidad, su acertado criterio pedagógico y su solvencia en la opinión.
Sabiduría, y fuerza, y arte, seguirán siempre? Todas las artes que han constituido el ejercicio de este maestro. Porque por encima de todo, sus alumnos han sido el lienzo donde han cabido todas las gotas de luz, el peso de la mucha noche, una fuente de inspiración, y la materia, que en él fue forja y empeño. ¿Acaso el arte no es un estado del alma?