OPINIóN
Actualizado 16/11/2014
Pastoral Universitaria

Los sábados solía haber conciertos de piano. Al abandonar la sala donde se había disfrutado 

de un programa de Chopin, Bach o Beethoven, el público solía pararse a contemplar las obras 

de arte que había siempre en exposición en el hall de aquel auditorio. Después de haber 

estado dos horas escuchando tan buena música,  dejaban la mente en blanco y el corazón les 

dictaba cosas como: "¡El Arte, siempre tan nuestro y a la vez tan lejano!", "Ójala hubiera 

escrito yo esto?", o "Esto es la verdadera magia". 

   Al día siguiente de un sábado en que los nocturnos de Chopin se adueñaron del corazón de 

todos los que allí estábamos, fui a la iglesia,  me encontré con varias personas a las que había 

visto la noche anterior,  me invadió un sentimiento y llegó una de las mejores preguntas que 

jamás me he hecho: ¿Dónde estaría Dios para ellos, en el estado de sana embriaguez de las 

noches de sábado o en la sobriedad de un domingo? Pasaron dos días hasta que supe 

responderme algo a mí misma. Quizás no pude saber qué sentían ellos, pero sí descubrí qué 

era Dios para mí, y, sobre todo, dónde podía encontrarle : en las sonrisas de mis amigas, en 

cada nota de violín, en cada verso de Machado, en cada pincelada de Monet, en los abrazos, 

en las metáforas puras, allí estaba Dios. Al principio me dolió tener que dejar la cabeza a un 

lado para poder acoger a Él y a la magia del Arte tal y como se merecían, pero después 

comprendí que todo lo racional no faltaría, pero vendría un poco más tarde. Me sentía 

afortunada porque había entendido que esa Luz y esa alegría que el Arte me había regalado 

durante toda la vida era, a su vez, la presencia de Dios y su amor. Y fue a partir de ahí cuando 

ya nada pesaba y empecé a intentar llevar la religión a los corazones y no tanto a los cerebros, 

porque si Dios y el arte de vivir eran lo mismo, ya no tenía tanto miedo, ya sólo quería gritar 

que le conocía, que yo conocía las verdaderas ganas de sentir, de creer, de ayudar a los demás, 

de leer nuevos libros, de tocar nuevas piezas, de amar. Por eso lucho ahora contra las almas 

que no ven, contra los corazones que se niegan a pasar la frontera. Porque a Dios solo le 

veremos con los ojos del corazón, y si observamos las obras de arte y la vida en general con 

algo más que espíritu crítico, tal vez veamos a Dios, y no será sólo Él quien acudirá a la 

llamada, sino que se teñirán de nuevos colores nuestros caminos, aparecerán nuevos 

senderos, y quizás aprenderemos, de una vez por todas, a ser humanos.

 

He aquí una forma de empezar a cambiar nuestro mundo: buscar a Dios en nuestras vidas.

 

Laura Mateos Candelario, desde la Pastoral Universitaria de Salamanca

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