Los sábados solía haber conciertos de piano. Al abandonar la sala donde se había disfrutado
de un programa de Chopin, Bach o Beethoven, el público solía pararse a contemplar las obras
de arte que había siempre en exposición en el hall de aquel auditorio. Después de haber
estado dos horas escuchando tan buena música, dejaban la mente en blanco y el corazón les
dictaba cosas como: "¡El Arte, siempre tan nuestro y a la vez tan lejano!", "Ójala hubiera
escrito yo esto?", o "Esto es la verdadera magia".
Al día siguiente de un sábado en que los nocturnos de Chopin se adueñaron del corazón de
todos los que allí estábamos, fui a la iglesia, me encontré con varias personas a las que había
visto la noche anterior, me invadió un sentimiento y llegó una de las mejores preguntas que
jamás me he hecho: ¿Dónde estaría Dios para ellos, en el estado de sana embriaguez de las
noches de sábado o en la sobriedad de un domingo? Pasaron dos días hasta que supe
responderme algo a mí misma. Quizás no pude saber qué sentían ellos, pero sí descubrí qué
era Dios para mí, y, sobre todo, dónde podía encontrarle : en las sonrisas de mis amigas, en
cada nota de violín, en cada verso de Machado, en cada pincelada de Monet, en los abrazos,
en las metáforas puras, allí estaba Dios. Al principio me dolió tener que dejar la cabeza a un
lado para poder acoger a Él y a la magia del Arte tal y como se merecían, pero después
comprendí que todo lo racional no faltaría, pero vendría un poco más tarde. Me sentía
afortunada porque había entendido que esa Luz y esa alegría que el Arte me había regalado
durante toda la vida era, a su vez, la presencia de Dios y su amor. Y fue a partir de ahí cuando
ya nada pesaba y empecé a intentar llevar la religión a los corazones y no tanto a los cerebros,
porque si Dios y el arte de vivir eran lo mismo, ya no tenía tanto miedo, ya sólo quería gritar
que le conocía, que yo conocía las verdaderas ganas de sentir, de creer, de ayudar a los demás,
de leer nuevos libros, de tocar nuevas piezas, de amar. Por eso lucho ahora contra las almas
que no ven, contra los corazones que se niegan a pasar la frontera. Porque a Dios solo le
veremos con los ojos del corazón, y si observamos las obras de arte y la vida en general con
algo más que espíritu crítico, tal vez veamos a Dios, y no será sólo Él quien acudirá a la
llamada, sino que se teñirán de nuevos colores nuestros caminos, aparecerán nuevos
senderos, y quizás aprenderemos, de una vez por todas, a ser humanos.
He aquí una forma de empezar a cambiar nuestro mundo: buscar a Dios en nuestras vidas.
Laura Mateos Candelario, desde la Pastoral Universitaria de Salamanca