OPINIóN
Actualizado 15/11/2014
Manuel Lamas

Toda la amalgama de ideas y conceptos que motivan nuestra conducta, en relación con el mundo sensible, acaso no sean nuevas. Aunque en nuestro intelecto tengan la apariencia de novedosas, es posible que pervivan desde el comienzo de los tiempos, con la única finalidad de aportar la información necesaria para vivir.

Quizá por eso, la misión de las personas no sea otra que,  extraer de esa corriente de razones, aquellas que mejor se ajustan a cada condición y momento. Todo este fluir de conocimiento, vendría a ser como la savia que alimenta nuestra vida, más allá de la rutina con que llenamos casi todos los momentos. De esta forma, asistiríamos a la floración en nuestros jóvenes años, período en que nuestras capacidades intelectivas expresan su máximo esplendor y, del mismo modo, el frío invierno, acaso fuera el momento en que la materia, de forma pautada, perdiera sus propiedades sensibles y cediera su lugar a otras  generaciones.

Todo ello se me ocurre porque, dentro de nuestra realidad temporal, no es posible retener nada consistente; ninguno de nosotros somos capaces de aportar algo extraordinario al saber fundamental que regulaba la naturaleza antes de nuestro nacimiento.

Sin embargo, a pesar de la ignorancia que rodea el corto período de nuestra vida, no podemos negar el esfuerzo de algunas personas por descubrir verdades parciales que escapan al común de los mortales. Estas, impulsadas por una intuición muy poderosa, adquieren un conocimiento vedado a la mayoría.

Esta cualidad, denominada "genio", no obedece a reglas ni a principios. Actúa como un reproductor de innovación y su contenido viene a nosotros transformado en obra de arte, conducta heroica o en hallazgo científico.

 El  genio, por tanto, es un atributo prestado por la naturaleza que vive y se desarrolla en la dimensión de la persona. En modo alguno es domesticable, porque obedece a principios cuyo origen desconocemos. Por eso, nos parece caprichoso, voluble y, en infinidad de ocasiones, portador de infelicidad.

No podemos negar, por otra parte, que se trata de un don de Dios. El genio impulsa a los humanos hacia su estadio superior. Gracias a el, la humanidad se desarrolla en todos los órdenes y, aunque parezca que no aporta mayor beneficio a nuestra realidad cotidiana, la mayoría podemos disfrutar con la belleza que, la mano del artista, plasma sobre el tensado lienzo. Su obra pictórica es una manifestación de genio,  como lo es una creación literaria o la composición sinfónica.

Nada se sustrae a esta realidad, por lo que,  las ideas geniales, acaso no perezcan con la materia. Quizá se trate en un conocimiento superior que trasciende nuestra realidad temporal para fortalecer el pensamiento colectivo y aumentar la sabiduría del medio natural.

Pero, ¿cómo descubrimos el genio? Si, con harta frecuencia, sus autores, han soportado no pocas críticas, persecuciones continuadas y, en algunos casos, la muerte más indigna.

Se debe a que, los humanos, raras veces mostramos interés por cuestiones que exigen esfuerzo; sobre todo, si hemos de dispensarlo gratuitamente. Es más cómodo  utilizar la crítica destructiva para derribar cualquier idea contraria a nuestro esquema mental.

 Los valores de nuestros semejantes se perciben como sombras que apagan los matices de las propias capacidades. Casi siempre encontramos alguna razón para aumentar la excentricidad del genio y destruir su originalidad. A pesar de todo, las ideas geniales no desaparecen. Siempre encuentran salida a través de una fuerza misteriosa. Son semillas protegidas por la Naturaleza que germinan bajo ciertas condiciones. Por eso tardan tanto tiempo en entregar sus frutos.

 

 

 

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