OPINIóN
Actualizado 13/11/2014
Alejandro López Andrada

No entraré en las estancias de su libro; si lo hiciera en mi corazón caería el cansancio de esas tardes de invierno en que el campo es puro abismo y el horizonte está hundido entre las cuerdas donde se mece ya la  tempestad. Hay labios de los que nunca brota nada que no sea un aleteo de cuervos en desbandada. Hay ojos en los que el viento sale y entra como un rayo de olvido en la carne de un desván. Sus palabras son hoces con el filo ya oxidado, sogas de miedo ahorcando el horizonte de un país cercenado por la desolación.


             Me pone nervioso quien anda siempre por el mundo aferrado a la rigidez de una bandera cuya silueta no cubre a los que lloran.  Para mí no hay otra bandera que el amor entregado a las almas más rotas y desvalidas. Él es una zarza en mitad de un camposanto. Por eso no penetraré en la azul penumbra que intuyo enquistada en los pasillos de su libro: nadie escribe otra cosa que lo que habita en su interior. Y dentro de él solo hay frío, oscuridad. Sus palabras son cuervos trenzados por el aire en la desesperanza de una nube que oculta en la tarde el vuelo de un gorrión.

 

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