La otra tarde, en este otoño primaveral, llegué a la Plaza Mayor. Estaba llena de luz de atardecer, de casetas llenas de libros, de gente, de sonidos musicales. Seguí la pista a esos sonidos y llegué a una puerta, en el centro de la plaza, que daba a un recinto cerrado, abarrotado de público: muchos que ya no cabían dentro se apretaron contra la puerta en un intento de oír, de escuchar las palabras y los inicios de canciones que salían de dentro. Pregunté quién era ese flautista de Hamelin, al que seguía la multitud hambrienta de escuchar algo esencial y me informaron entre todos, en un corrillo improvisado: "Son los Mayalde", "una familia de músicos", "que nos devuelven a nuestros orígenes campesinos", "con los que de nuevo escuchamos las voces de nuestros abuelos, o bisabuelos", "mientras trabajaban en la era, o en el horno, o con los caballos?" o "escuchaban el silencio de la noche fría frente al hogar". Nuestras raíces, los orígenes de las gentes de Salamanca y sus alrededores. Eso explicaba la irresistible atracción de cientos de seguidores. Toda la vida la pasamos buscando saber, más y más, quiénes somos. Pero ¿por qué poner puestas al campo?, pregunté señalando el espacio de la amplia y hermosa Plaza; ¿por qué se han metido ahí para cantar?, pregunté. "Alguien del ayuntamiento tenía miedo de que lloviera", me respondió un joven vestido con camiseta de verano. "¿De que lloviera o miedo a los espacios libres?", me pregunté a mí mismo. Pero además de los ritmos puros, de las letras de siglos, de los instrumentos inverosímiles, también mi mirada externa al recinto veía algo que me atraía extrañamente: el misterio de una familia, los padres, una hija, un hijo, que cantaban, bailaban, tocaban?felices de hacerlo, de trasmitir esos saberes, de compartir la felicidad de acariciar las entrañas y el corazón de todos los presentes. ¡Una familia feliz! No representando una escena en un teatro, un argumento de falsa felicidad, sino exhibiendo lo que no se puede mostrar sino espontáneamente: la alegría de vivir. En ese suave atardecer, en la Plaza Mayor, una familia de artistas nos decían, sin necesidad de palabras ni más reflexiones, que se puede ser feliz en medio de grandes inseguridades, económicas, políticas, sociales. La felicidad de saber quiénes somos, saber que está íntimamente unido a saber qué queremos.