Uno de mis primeros recuerdos eróticos, de muy crío, es un relato de Pierre Loti que tenía lugar en un ambiente exótico y no describía detalle alguno de sexo explícito. La experiencia de los años permite constatar la obviedad de que el erotismo no tiene por qué vincularse necesariamente a los genitales y sí a matices de la personalidad y el entorno. En alguna de mis novelas incluyo episodios de esta índole. Recojo aquí un par de fragmentos de El anzuelo de Bagdad (Nostrum, Madrid 2005). Los protagonistas son una joven que ha salido de su acomodado hogar familiar de Estados Unidos para sumarse a los voluntarios contra la guerra de Irak y un amigo de su padre, que la ha localizado en París de escala hacia Bagdad:
No eran pues ni el físico ni los adornos personales lo que había activado de forma automática la atracción de la joven. Y tampoco, naturalmente, su magnífico automóvil deportivo. A la hija del poderoso presidente de la Corporación WW le habría bastado con chascar los dedos para hacerse con una escudería completa de máquinas como aquella y, si lo hubiera pedido, chapadas en plata y revestidas con tapicería de seda. [...]
No tenía hambre ni sed. En realidad tampoco sentía frío ni calor. Dejó que él la ayudara a quitarse el abrigo y se sentó enfrente como una autómata, indiferente a la mirada que había dedicado sin disimulo a sus pechos, cuyos pezones sobresalían tersos y duros como avellanas. Me ha hipnotizado ?pensó?. Este hombre se ha adueñado de mi conciencia y de mi voluntad de tal forma que nunca más podré hacer ni decir nada por mi cuenta. Pero ese pensamiento desapareció como había venido, como un rayo, y volvió a sentirse dueña de sí misma incluso con más aplomo que antes de conocerle. El mismo aplomo y la misma naturalidad que puso él al decirle:
?Eres muy apetecible.
Y a ella le ocurrió otra vez que justo cuando debería ofenderse, no se sentía en absoluto molesta. Al contrario, notó que su sexo comenzó a latir.
Hablaron y hablaron mientras las sombras de la noche cubrían París. Cuando salieron a la calle lloviznaba pero no les importó. Caminaron despacio enlazados por la cintura y a partir de entonces estuvieron mucho rato en silencio, intensamente vivos por más que, como los muertos que por la mañana les rodeaban, no necesitaran hablar. Recorrieron la calle Orfila y regresaron por Pelleport y Belgrand al aparcamiento frente al Cementerio del Padre Lachaise.
Cubrieron el trayecto hasta el hotel sin cruzar una palabra y cuando el deportivo de Donovan se detuvo frente a la puerta del Hotel Le Grand Samedi, él la ayudó a salir del coche, le entregó el macuto de viaje y la despidió con un simple beso en la mejilla.
?Nos veremos pronto. Seguro.
Y otra vez, la contradicción. Profundamente excitada, Megan agradeció sin embargo que entre ellos no hubiera habido sexo. Mejor dicho, que él no llegara a proponerle el sexo físico y explícito. Subió a su habitación sola, se echó sobre la cama sin retirar la colcha y cerró los ojos deseando dormir despierta o velar en sueños para no dejar escapar la sensación de placer que la embargaba.