OPINIóN
Actualizado 11/11/2014
Emilio Vicente de Paz

Era diferente, y eso fue motivo suficiente para que, a lo largo de toda su infancia,  le dejaran olvidado en un rincón. Tuvo que arrastrarse por debajo de las opulentas mesas, de las que de vez en cuando caían algunos mendrugos de pan que le sirvieron de sustento. Nadie sabía de su existencia. Pasó toda su infancia sin las caricias de una mano maternal. A medida que iba creciendo, su resignación era mayor, asumió que esa era su vida, que no podía aspirar a nada más. Se encerró en sí mismo, y dejó que los días pasaran por su vida, uno tras otro, todos iguales, hasta que llegara el deseado día del descanso definitivo.

Este olvido, aunque duro, casi era lo mejor que podía sucederle, porque cuando alguien se dirigía a él, era para insultarle, para recordarle que era una escoria humana, un vago que debía estar agradecido a las personas que, de vez en cuando, le arrojaban un mendrugo de pan y le echaban una lata con agua.

Cuando la gente pasaba a su lado, rodeaba, para no tener que sentir su presencia, para que sus efluvios no llegaran hasta ellos. Temían contaminarse ¿Contaminarse de qué? ¿De humanidad? Porque aquel ser era un ser humano, tan humano? no, más humano, que los que pasaban a su lado con muestras de rechazo. Y todo por ser diferente.

Un día, sin saber cómo, una persona se paró delante de él. Se arrodilló para poder hablar a su altura, se interesó por su situación, incluso pasó su mano acariciadora por su frente, apartando el flequillo que impedía ver sus ojos. Eran unos ojos humanos, ojos en los que se veía el profundo sentir de un ser humano. Allí, en lo más profundo de aquellos ojos se veía, se adivinaba, una tenue luz, que luchaba por salir a la superficie a pesar de las muchas capas de oscuridad y olvido, que año tras año se habían ido acumulando.

Al oír aquella voz y sentir aquellas caricias, levantó la mirada, sus ojos resplandecieron con una luz olvidada. La vida volvió a ellos, aunque un gesto de incredulidad se reflejaba en su rostro,  le costaba creer que aquello fuera cierto, y sobre todo que fuera sincero. Había sufrido tantas decepciones, había servido durante tantos años de juguete al que se le podía insultar, pegar, maltratar? impunemente, que ahora le parecía imposible que alguien se preocupara por él. No quiso hablar, no se atrevió a preguntar, por no romper aquel instante mágico, en el que afloraba en su corazón algo que podría ser la felicidad.

 Aquella persona se levantó lentamente, sin dejar de mirarle depositó una moneda en el vacío bote que sujetaba entre sus tullidas y desnudas piernas. La moneda revoloteó entre las metálicas paredes y por fin, tras un breve tintineo, se depositó en su fondo y calló para siempre.

Se alejó calle abajo, mientras, el tullido, le miraba sin atreverse a levantar los ojos. Se tocó la frente, pasó su mano por donde había pasado la de aquella persona y una especie de sonrisa olvidada, afloró en su rostro.

Luego, todo volvió a la normalidad, la gente pasando apartándose de él, las miradas de desdén, los comentarios vejatorios...

Pero ahora todo le daba igual, todo lo veía con otra luz, incluso se atrevió a levantar la cabeza con cierto aire de triunfo, de orgullo, y por primera vez en su vida, miró directamente a los ojos de los demás, se sintió un igual, porque sabía que había alguien, en alguna parte, a quien le importaba, alguien que pensaba en él, que estaba presente en la memoria de aquella persona, por lo que, de alguna manera, se sentía su amigo.

 

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