OPINIóN
Actualizado 08/11/2014
Redacción / Curro Mesa

El 2 de noviembre reflexionábamos sobre la muerte y la vida. El ser humano no quiere morir, ni pensar en que tiene que morir. Se agarra a la vida y trata de no pensar en la muerte, sin darse cuenta que poco a poco va dejando de vivir. La mayoría de las personas reaccionan negativamente ante la muerte, es algo tan terrible la muerte, que no quieren pensar en ella.

Miguel de Unamuno se resistía a morir: "No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo.  Quiero vivir siempre, siempre, siempre; y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí". No queremos morir, queremos vivir, por eso tememos la muerte. Pero ojalá dijéramos: quiero vivir, quiero dar vida, y quiero vivir por toda la eternidad.

De la muerte nadie se escapa. A todos llega y su venida nos sorprende siempre y nos enmudece. Sin embargo, no todos reaccionamos igual ante la muerte. Para algunos ésta  es el fin de la vida, de los proyectos, de los amores y de los odios; para otros, es el comienzo de la verdadera vida.

Es cierto que no tenemos respuestas claras ante el que nos pregunta sobre la muerte. El pueblo tiene algunas acuñadas que se van trasmitiendo de generación en generación como: "Dios lo necesitaba en el cielo", "Hay que resignarse? No podemos olvidar que la muerte de un ser querido lleva su tiempo de duelo, no es bueno acortarlo ni alargarlo demasiado.

En la película "Mientras estés conmigo" hay una escena fuerte.  La Hermana Helen Prejean, la monja católica que está ayudando a prepararse para la muerte a un condenado a morir, mientras espera su ejecución, le dice que cuando lo aten a la silla y le inyecten una solución letal y le llegue el momento de morir, debería mirar su rostro: "De ese modo, la última cosa que veras en este mundo será la cara de alguien que te ama".  Él lo hace y así muere en el amor y no en la amargura.

Se aprende a vivir y se aprende a morir, hay un entrenamiento para la vida y otro para la muerte. En un artículo de la escritora estadounidense  Pearl-S-Buck, en el que hablaba sobre la vida y la muerte, citaba la carta que le escribió una mujer desconocida que había  perdido a su marido: El caballito de mar- gusano le nacen alas.

Sabemos, según se afirma en la liturgia,  que "La vida no termina, se transforma". En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma. Pero la fe nos ayuda a creer que también a nosotros nos nacerán alas y el Dios que resucitó a Jesús, nos resucitará también a nosotros. No hemos nacido para la muerte, sino para la vida.

Creemos en un resucitado vencedor. La Iglesia proclama  su fe en Cristo vencedor de la muerte: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". El Señor afirma que los muertos resucitan. Esta es la afirmación más importante y solemne.

La mejor forma para prepararnos para la muerte es amar la vida. "Dale a cada día la oportunidad de ser el más hermoso de tu vida" (Mark Twain). Vivir con toda la intensidad del mundo cada segundo y cada minuto, cada día, como si éste fuera el primero y el último de nuestra existencia. Y, sin embargo,  seguimos dando importancia a lo que no la tiene, trabajando y poniendo mente y corazón en las cosas que se las lleva el viento, en complicándonos la vida y complicándosela a los demás, en almacenar en cada atardecer los pequeños o grandes resentimientos.

Yo tampoco quiero morirme, quiero vivir eternamente, con vida abundante, no a cuenta gotas. Según creemos los cristianos, el que cree y ama, tendrá vida y engendrará vida. El cristiano ha optado por la vida y una vida eterna, donde habrá una vida sin límites y sin final. Es esta creencia la que  empuja al cristiano a mirar arriba, a levantarse de sus tumbos y fracasos. Creer en la vida es un aprender a vivir y a morir. La muerte debe enseñarnos a vivir, a trabajar por la paz, a construir un mundo de amor.

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