A Ciprianín siempre le habían ocultado la idea de la muerte. Siempre. Sus parientes le tenían desde pequeñito en una especie de mundo aparte. Un mundo irreal, casi feliz. Donde todo estaba permanentemente. No sabía de la muerte ni siquiera conocía los cementerios ¿Y la abuela? Preguntaba él. Ya se marchó, Ciprianín, en un barco grandote, blanco, a una isla muy hermosa, muy hermosa, cerca de América, con los otros y los otros y los otros. Con todos. Le decían. Y Ciprianín tan contento se quedaba. Y así años y años que pasaron.
Y su padre y su madre también se fueron un día sin que Ciprianín se hubiese dado cuenta de algo. Tuvo la suerte de que también le ocultaran la visión del dolor con el que ambos progenitores desaparecieron. Y él, feliz. Ignorante, pero feliz. Ahora estaban ya todos juntos en la isla cerca de América. Los abuelos, los padres, los vecinos, todos en el barco blanco en tan bello viaje. Pensaba.
Y al cabo del tiempo, ya medio viejo, llegó también su hora. Cogió en el puerto de Vigo el impecable paquebote blanco, tan reluciente, adonde embarcó por su pie y según propia voluntad. Y viajó sin llegar a haberse muerto todavía (dicen), el buen hombre. Y cuentan que aún sigue y sigue viajando, viajando sin haber llegado a parte alguna. Y de esto hace ya muchos años, pero que muchos años y años y años?
Moraleja: Póngase ésta a conveniencia propia del lector, según el gusto y procedencia de cada cual.