Estoy encabronado. La semana pasada, en vísperas de la fiesta de Todos los Santos, mientras veía la tele plácidamente en casa suena el timbre de la puerta. Abro y me encuentro con media docena de impúberes a los que sus padres habían permitido salir de casa vestidos como adefesios con unos ridículos disfraces en plan peli preadolescente de centro comercial. Imitando el jalogüin de los cojones con sus calabazas y tal. "Truco o trato", creo que me espetaron ante mi sorpresa y vergüenza ajena. Mientras pensaba en la madre que los parió y en el daño que está haciendo la industria del séptimo arte en las mentes planas de sus progenitores les contesté: "¿Qué tengo que hacer?" Yo sabía perfectamente que lo que debía hacer era mandarles a tomar por saco, explicarles que en nuestra cultura el día de Todos los Santos es para visitar el cementerio, adecentar las lápidas, llevar unas flores, echar un padrenuestro y recordar a los que nos precedieron para que el olvido no acabe de matárnoslos del todo. Pero me contuve por el tema de los derechos del niño, el respeto a la infancia, el miedo a que me denunciasen y todas esas pamplinas que los que se la cogen con papel de fumar nos han ido inoculando como un veneno que se extiende por los más recónditos lugares de nuestra inconsciencia. "Tiene que darnos chuches o dinero" me soltó el más espabilado o espabilada de la cuadrilla. Manda huevos. Además de soportar que una pandilla de críos interrumpan la paz de mi hogar, además de comerme las entrañas ante el espectáculo de una falsa costumbre impostada, además de cagarme en la irresponsabilidad de sus ascendientes, me querían chantajear vilmente con una frase sin sentido. Truco o trato. En fin.
Total, que uno, por la educación recibida y el rollo este de la inocencia infantil, se fue a la cocina y gritó a su Eva, que es Cristina: "¿Tenemos caramelos en algún lado?" Mi chica, entre divertida y socarrona, se levantó y les tendió un bote con golosinas para que se sirvieran mientras me miraba con un cachondeo inusual.
"Qué simpáticos los niños ¿no?", me dijo con una sonrisa irónica después de cerrar la puerta. Y yo no pude menos que soltarle a ella el rollo que se ahorraron los malditos imitadores de costumbres ajenas. "Si quieren hacer el gilipollas, me parece bien, pero que traten de que los demás participemos en sus payasadas, eso ya no me parece ni medio normal". Y me quedé igual de encabronado, con mi Eva, que es Cristina, muy seria por fuera y deshaciéndose de gozo por dentro, pensando en cómo nos colonizan suavemente, en la falta de personalidad que nos está imponiendo la globalización de los poderosos, en lo importante que es viajar para conocer otras costumbres y sus raíces, para valorar las nuestras y situarlas en su justo lugar, en saber quiénes somos, dónde estamos y por qué.
Al día siguiente los del carrefur estaban poniendo un árbol gigante de Navidad en mitad de la calle. Me cagué en su puta calavera y decidí no comprarles nunca más. Que se jodan, por ir a destiempo. Por estar fuera de lugar.