Los casos de corrupción política ?reales o inventados, uno nunca sabe? van a toda leche. Lo que antes parecían esporádicas excepciones, se están convirtiendo en comportamientos habituales que no dejan títere con cabeza.
No es de extrañar, entonces, la masiva y creciente desafección al sistema político que ha producido tanto desmadre, tanto enriquecimiento ilícito y tanto dolor generalizado. Esa desafección se demuestra desde el auge de movimientos antipartidos, como Podemos, hasta en el vertiginoso crecimiento exponencial del independentismo en Cataluña, como si la corrupción de Millet, Pujol y compañía sólo se debiese a la organización política española y no a la práctica viciosa de pícaros nativos.
Lo cierto es que, desde el caso Urgangarin hacia acá, las denuncias por corrupción se han multiplicado, en una especie de apertura de veda. Como todo el mundo está pringado por un sistema que propicia el amaño, la corruptela, el soborno y otras trapacerías cotidianas entre la Administración y sus aledaños, todo el mundo tiene mucho que ocultar ?hasta ahora? y muchísimo que contar ?a partir de ahora.
¿Quién controla todo este aluvión de denuncias, muchas de ellas interesadas?
Ahí está lo malo. Me temo que esta nueva moda anticorrupción pueda generar más injusticia que la misma corrupción. Las denuncias no se hacen en busca de limpieza y transparencia, sino de venganza. Muchos denunciantes, más corruptos que los denunciados, tienen las espaldas cubiertas por un sistema en que los altos magistrados están nombrados por los políticos ?"Montesquieu ha muerto", dijo en su día Alfonso Guerra, presumiendo de la supremacía del Gobierno?, en el que funcionan indultos y prescripciones, en el que no se acumulan las condenas, en el que se aplica arbitrariamente el tercer grado penitenciario? Y, en definitiva, en el que los parlamentarios no controlan a la Administración, sino que hacen carrera en ella al socaire de los dictados del todopoderoso partido al que pertenezcan.
Como dijo hace bien poco, el lúcido analista Carlos Sánchez, el problema de este país no es propiamente la corrupción, sino la falta de controles democráticos que propician su crecimiento desenfrenado.