OPINIóN
Actualizado 30/10/2014
Toño Blázquez

Un día llegas al portal de tu casa, con la rutina en los hombros y la mirada perdida en la mecánica autómata de la costumbre, y te encuentras pegado en el cristal el sello definitivo del funcionario de turno, un golpe seco que dice: "Se acabó". Una cuartilla con un marco negro, la esquela. Es entonces cuando le damos la razón más absoluta a Blas de Otero cuando lanzaba como un dicterio aquel verso terrible "?aquí no se salva ni Dios: lo asesinaron". En la esquela está el nombre del vecino. Se ha muerto. Ya tenía su edad, arrastraba tal o cual enfermedad?Y la mente viaja inconscientemente en el tiempo hasta el último día que vimos a nuestro vecino vivito y coleando, amable, en pie, apabullantemente humano y físicamente agarrable, con la mano tendida a tu mano tendida?te acuerdas de las palabras que salieron de su boca, las que articuló por última vez en tu memoria que fueron el borde de la sima. Y que luego tú te fuiste a tus quehaceres sin  pensar que él estaba dando su último paso.

 Cuando se muere un vecino, sea del carácter que sea, yo me acuerdo de la filosofía de aquel vagabundo cantor de la vida y del hombre al que no hace mucho tiempo una retahíla de balas asesinas metieron en el hondo olimpo de nuestros vivos corazones.

 Facundo Cabral venía a contar que esta cuestión de vivir y morir era como la línea de cajas del Mercadona (esto lo pongo yo). Todos vamos para allá. Los que se mueren antes es que se adelantan, no más Quienes quedamos somos gente amable, les vamos dejando la vez. Pero, es inevitable, al final la merluza hay que pagarla sí o sí.

  Pero cuando se muere un vecino el tiempo que hace en el ascensor llora un poco más.

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