OPINIóN
Actualizado 27/10/2014
Sagrario Rollán

El corazón, sede de los sentimientos, de las intenciones y del querer personal, resulta aún más misterioso, si cabe, que la mente humana. La razón se manifiesta en forma de idea luminosa, el corazón late oscuramente. Se arropa, se enciende, llora o  canta. La "metáfora del corazón" como la llama María Zambrano, expresa lo más indecible y originario de la intimidad paciente: "lo primero que sentimos en la vida del corazón es su condición de oscura cavidad, de recinto hermético; víscera, entraña. El corazón es el símbolo y representación máxima de todas las entrañas de la vida, la entraña donde todas encuentran su unidad definitiva y su nobleza"

La metáfora del corazón es en el fondo una metáfora moral. Cuando alguien ama desesperada o generosamente, cuando alguien comete un acto de barbarie inhumano, nos preguntamos sobre su corazón y no sobre sus ideas. En un pequeño libro, titulado justamente El corazón del hombre (1964), analiza Erich Fromm la potencia de éste para el bien y para el mal. Comienza  planteando la disyuntiva en términos absolutos: "El hombre, ¿lobo o cordero?".

De la misma manera pensamos acerca de los niños:  "me gustan mucho", decimos,  "no los aguanto",  "esos locos bajitos, ¿cómo funcionan?". Casi siempre que desconocemos algo, generalizamos con facilidad, y partiendo de una premisa universal llegamos a calificar a los individuos con gran indiferencia. Así se forman los prejuicios, así se habla de los  niños, de las mujeres, de los extranjeros...  Pero el corazón del niño nos es ajeno como un paisaje remoto, deshabitado, casi nunca prójimo aunque viva bajo el mismo techo: Su cercanía  sirve, con demasiada frecuencia, para proyectar sobre él   nuestras manías,  por eso nos sorprende este corazón y nos alarma cuando su latido impetuoso salta a los medios de comunicación en ascuas o hecho trizas: El niño video-adicto,  ser aislado, cuyo corazón se reseca frente a la pantalla; el niño maltratado, víctima de un terror  inenarrable, apenas entrevisto en  hematomas y  lágrimas; el niño autista, "fortaleza vacía", interrogante puro, ojos de ausencia;  el niño asesino, que más parece sacado de una pesadilla de madre culpable que de la vida real ... Están también los niños intensa, enfermizamente deseados, objetos de desvelo para sus padres, y los no deseados, ni siquiera nacidos, objetos de  frías consideraciones jurídicas o estadísticas, menosprecio sabiamente racionalizado.

El niño es, para padres y educadores, un futuro adulto, una propiedad, un espejo de  miedos e ilusiones, un hermoso experimento de inquietudes pedagógicas, para justificar  ansias de padres perfectos y  aliviar frustraciones de hijos incomprendidos o rebeldes. A veces en nuestra sociedad se desea un niño, como se desea un coche de lujo, o se busca y se programa la experiencia de la maternidad como la de un viaje exótico.

El corazón del niño late en silencio y soporta  inconscientemente todas estas mascaradas, sigue el juego y pasará a representar en su momento -ya adulto y amnésico  de la patria infancia- los papeles de turno. En general el corazón del niño  se porta bastante bien, responde como un lindo relojito, salvo cuando  se le atraviesa una burbuja y la maquinaria se atasca, o se le acelera la cuerda y pasa a ser algo  siniestro. Entonces se torna "un singular" y  es noticia. El corazón del niño es profanado con demasiada facilidad en los medios de comunicación y el paisaje de la infancia aparece  arrasado por la publicidad, la tecnología y el didactismo manipulador.

 

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