Los ladrones literarios son epidemia inmune a toda vacuna intelectual.
Pocos delitos morales hay más detestables y menos sancionados que los plagios literarios realizados por escribidores de mano negra, que pretenden vivir del cuento a costa del talento ajeno, aplicando con impune descaro el método del "corta de otro y pega en lo tuyo", para lucir en la solapa literaria reconocimientos hurtados al vecino y galardones que no merecen.
Los ladrones literarios son epidemia inmune a toda vacuna intelectual, como demuestra su perduración en el tiempo, sin que nadie les haya puesto freno, proliferando como hongos otoñales muchos escritoroides que practican impunemente el detestable oficio de adjudicarse textos escritos por otros.
Personajillos grisáceos que abarcan todo el espectro social, desde plumíferas meretrices hasta sabihondos desorientados, pasando por artistas de bisutería; cantantes de inodoro; empresarios de la nada; periodistas de cuadrilla; profesores infiltrados; políticos multicolores; improvisados telebasureros; oportunistas, caraduras, escribas y fariseos.
Estos mediocres pretenden alcanzar fama literaria atajando por lodazales, sin darse cuenta que la mierda siempre acaba saliendo a flote por mucho que quieran esconderla en su cínica procacidad, convirtiendo tales impostores el descaro en anécdota provocativa.
Los ladrolarios se disfrazan de escritores para acceder al templo de la sabiduría escondiéndose tras las columnas, porque los verdaderos sacerdotes no les conceden el espacio que reclaman para ellos los empresarios mediáticos del "todo a cien" que descatalogan obras de Shakespeare, en beneficio de los basura-sellers, timando al pueblo, pero no a quienes se dejan las pestañas dignificando la creación literaria, porque entre los pontífices nunca tendrán cabida tales carteristas, ni los chupaeuros encontrarán en ese mundo ninguna comprensión a su despreciable cleptomanía.