OPINIóN
Actualizado 23/10/2014
José Luis Sánchez

Este mes me da mal rollo: ya llevo dos visitas al tanatorio. Entras en un tanatorio y parece que te regalan algo: tranquilidad, silencio, miradas perdidas, abrazos, apretones de manos, aunque algunos en vez de sentir el saludo parece que de dan una merluza congelada. Los tanatorios de ahora solo resultan inhóspitos para las almas que los pueblan, digo las almas, para los cuerpos resultan mulliditos, si te paras a pensar. Son como azucaradas telas de araña que te enamoran, te atraen sutilmente; tienen  grandes y acogedores sofás, servicio de café con leche y de cafetería completa y restaurante (nos todos). Al fondo del tanatorio hay como una pecera  sin aire ni ventilación, como queriendo decir: ¿para qué, si ya no respira?. Una cristalera de pared y dentro la caja, esa caja reluciente, de nítidos y ostentosos adornos. Y a los lados, las coronas de flores: "Tus hijos, tus nietos, tus compañeros?." Cuando vas a un tanatorio pareciera como que te quieren conquistar por la comodidad, por lo bien que se está allí, ¿no se han dado cuenta? Y todos acatamos lo que dice la Biblia: "antes de su muerte no alabes a nadie".

 Hay muchas y muy serenas reflexiones en torno a la muerte. San Agustín dejó para los restos, por ejemplo que "la vida no es más que una muerte lenta". Borges se lo tomó más a pecho: "la muerte me desgasta, incesante", sentenció el argentino universal.

 Y para finiquitar este articulillo de negros nubarrones, concluiremos con el aserto aquel del maestro Cicerón cuando alumbró: "la muerte nos lleva a la calma y al profundo sueño de que gozábamos antes de venir al mundo". Eso digo yo.

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