En mi vida, siempre he sentido que lo amado se me escapa, lo querido es perdido; que, tras luchar sin descanso por alguna persona, por algún anhelo, tan pronto el destino travieso lo quiere, me lo quita, sin ni siquiera haberlo conseguido saborear.
Muy de niño, mis padres, conmigo y mi hermano, el segundo, nos arrancaron de nuestra tierra, de nuestra querida Córdoba donde quedaron abuelos, tíos, primos y familia, para distanciarnos de ellos en más de 500 kilómetros, como aquella canción de Los Mustang que refería que a "500 millas lejos va mi amor", donde regresábamos varias veces al año.
Cuánta obra, desde joven, comencé, me costó sobre manera, siempre un poco más que al que al lado se encontraba y, tan pronto la alcanzaba, se esfumaba en el aire como el humo de un cigarro. Mi felicidad tarde en conseguir casi 14 años y de ella obtuvimos una primera princesa que, consecuencia del azar, hubo de ser rescatada por medio de cesárea. Al poco volvió la felicidad y un nuevo pequeño parecía venir, pero, no, no fue así y la vida de ella estuvo apunto de irse con el pequeño que no quiso venir.
Al año, en la media noche, con prisa, acudió mi hijo, sano, grande, guapo, físicamente perfecto y simpático como no había dos. Hasta que, en una Navidad, cuando no contaba con tres años, un buen hombre, con cariño y sincera delicadeza me enfrentó a la realidad de un hijo que siempre estará y nunca podré comprender, nunca escucharé de su voz, que sÍ de su corazón, un pequeño "papá te quiero". Otra vez El me arrebató lo más querido. Y solo Dios sabe lo que supuso la venida final de la tercera pequeña joya, que me da la vida.
En la vida, las luchas, las cuitas, los sin sabores, la maldad, conforman el día a día con el que te has de enfrentar, pero lo que no acabo de comprender es el motivo por el que el amor se tiene que marchar tan pronto lo tienes a tu lado, sin ni siquiera haber conseguido sorber la felicidad que en él habita.
Paseas por la linda ciudad en la que has construido tu vida, has luchado por ella y creído que merecía la pena sufrir por ella; pero, ves sus doradas piedras solas, sus calles cerradas, su vida marchita, sin afán por salir adelante, aceptando, mustiamente, el convertirse en una residencia de ancianos que viven de los estudiantes que de fiesta cada vez salen menos, que a su universidad cada vez vienen menos y que, aún viniendo, cada vez gastan menos y creando una sensación en la ciudad de que esta está dando sus últimos estertores y que nos quiere abandonar,
No nos merecemos ver morir nuestra tierra, esa tierra charra que ha pasado por tantos sinsabores, por olores de incienso, por glorias, por un más y un menos, y que recibimos de nuestros mayores y estamos dejando vaciar de los jóvenes que la merecen, la disfrutan y la vivíamos hasta ahora. Que Salamanca no se convierta en un nuevo amor perdido antes de ganar la gloria con ella y para ella..