OPINIóN
Actualizado 18/10/2014
Jorge Moreno / El Norte de Castilla

Tal día como hoy siempre recuerdo que, no hace mucho, fui estudiante de Salamanca. Que, no hace tanto, pasé por la Universidad y no puse demasiadas trabas para que la Universidad hiciera lo que pudiera para pasar por mí. No sé si lo conseguí demasiado, o si aún estoy a tiempo de refrescar recuerdos y recuperar el espíritu universitario. De vez en cuando me dejo caer por el Campus Unamuno y me asomo a la Facultad de Medicina. Una visita rápida. Una vuelta de reconocimiento para asegurarme de que han cambiado algunas cosas pero sigo sabiendo el camino. Una comprobación más de que el tiempo pasa veloz y de que la nostalgia, ocasionalmente, agradece ser alimentada.

 

Quizá sea la necesidad de desatender el consejo: "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Feliz, sí. La felicidad aventurera de quien apuesta por una carrera de fondo que tiene algo de maratón pero mucho de decatlón, con seis años de vallas y rías, saltos al vacío y lanzamientos al horizonte. La felicidad atrevida de quien va descubriendo la vocación a través de momentos muy escogidos, apenas instantes, poniéndola a salvo de exámenes tipo test y campanas de Gauss. La felicidad compartida de quien se encuentra con amigos para toda la vida entre sus compañeros de clase y con experiencias imborrables entre las horas del primer contacto con el sufrimiento de la persona enferma, verdadero estímulo del estudio y el sacrificio.

 

Volver a la Facultad de Medicina siempre me llena por dentro. Pese a todo, pese a carencias y limitaciones, es casa y escuela, alma máter que nutre, que toma un joven bachiller y devuelve un licenciado. Cada 18 de octubre, por San Lucas el evangelista, el artista y el médico, con el toro a sus pies y los cuerpos y las almas sometidos a su diagnóstico y tratamiento, izo la bandera amarilla y entono aquello de Vivat Academia, vivant professores, como en una acción de gracias por un tiempo de dicha y crecimiento.

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