Después de unos días frenéticos de acusaciones cruzadas entre jueces, abogados y periodistas, algunos medios de comunicación han encabezado una suerte de batalla regeneracionista pixelando el rostro del presunto pederasta de Ciudad Lineal.
Entendemos y hasta promocionamos la búsqueda de los malandrines más buscados. ¿Quién no ha visto una estación de tren empapelada con sus fotos y, debajo, el teléfono de la Policía? Pero cuando ya se ha encontrado a quien se busca (o mejor dicho: cuando ya se ha encontrado a alguien que parece ser el que se estaba buscando), las preguntas por la exhibición de los detalles, incluidas las fotografías son inevitables. ¿Conviene mostrar? ¿A quién le conviene? ¿Cómo afrontar una rueda de reconocimiento si al que hay que reconocer ya le reconoce todo el mundo? ¿Cómo preservar a las víctimas de esta vorágine audiovisual que nos envuelve?
Por otra parte, no es la corriente mayoritaria, gracias a Dios, pero en estos días no era difícil leer en las cloacas de las redes sociales mensajes promocionando la Ley del Talión y congratulándose de que "sepamos ya quien es el sujeto, por si nos lo encontramos por la calle. Así será más fácil darle su merecido". Baste recordar que, unas horas antes de la espectacular detención de Antonio Ortiz en Santander, un inocente vecino madrileño estuvo a punto de ser apaleado por la vecindad, al confundirlo con el pederasta, siguiendo los pasos del retrato robot.
Hay debate legal, y mucho. En Francia, por ejemplo, tienen que apañárselas para ocultar imágenes de presuntos criminales esposados. Está prohibido por Ley, así que nos enseñan la cara pero pixelan las esposas. Claro que el debate que no deja de bullir tiene, sobre todo, rescoldos morales. Pensemos en lo dicho: cómo puede afectar a una rueda de reconocimiento el hecho de que la fotografía del presunto criminal sea de dominio público. Y, ya sé que cuesta mucho, especialmente en un caso como éste, pero pensemos que estamos ante una persona (un monstruo, un hijodetal, ya, ya?, pero una persona).
Se abre entonces, querámoslo o no, la gran pregunta sobre si las personas son dignas de respeto, aunque sus opiniones o sus actos, o las dos cosas, sean execrables y merecedoras de la más dura condena.