OPINIóN
Actualizado 12/10/2014
José Román Flecha

Se puede decir que es  imposible entender del todo a Pablo VI sin tener en cuenta su encíclica Populorum progressio, es decir, "El progreso de los pueblos". El Concilio Vaticano II había respondido varias veces a la tópica acusación, según la cual los cristianos, por haber dirigido su mirada hacia el cielo, habrían olvidado este suelo y por tanto el ansia de progreso y desarrollo de todos los pueblos.
 
Pues bien, el 26 de marzo de 1967, Pablo VI publicaba su encíclica sobre el progreso humano, en la que afirmaba que "en los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta" (PP 15). Por consiguiente, según el Papa, el progreso humano entra en los planes de Dios, como había de explicar también en su carta Octogésima adveniens (1971).
 
En la primera parte de la encíclica, el Papa trata de proponer la esencia y el sentido del desarrollo integral del hombre. Para promoverlo de verdad, es preciso superar dos reduccionismos bastante habituales. En primer lugar, el que sólo valora el progreso material e ignora el espiritual. Y después, el que sólo trata de promover el progreso para algunos seres humanos olvidando a los demás.
 
La auténtica alternativa consiste en  promover el progreso integral, es decir el progreso "para todo el hombre y para todos los hombres".  Esa frase había de hacer fortuna. De hecho, ha sido citada hasta siete veces por el papa Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate.
 
En la segunda parte de la encíclica, Pablo VI señala algunas urgencias inesquivables para poder recorrer el camino hacia el desarrollo solidario de la humanidad. Ese camino pasa por una mayor asistencia a los débiles, por la garantía de la equidad en las relaciones comerciales y por los deberes que exige el mandato e ideal de la caridad universal.
 
Hay en esta encíclica algunas frases que son inolvidables. Como ésta que nos lleva a reflexionar sobre lo esencial del progreso: "El mundo está enfermo. Su mal está menos en la esterilidad de los recursos y en su acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos" (PP 66).
 
Fiel a su primera encíclica, "Ecclesiam suam", escribe Pablo VI que "entre las civilizaciones, como entre las personas, un diálogo sincero es creador de fraternidad"   (PP 73). Para lograr ese ideal, hay que postular una autoridad mundial eficaz que pueda despertar  y que promueva la esperanza de un mundo mejor (PP 78).

El Papa afirmaba, finalmente, que "la hora de la acción ha sonado ya; la supervivencia de tantos niños inocentes, el acceso a una condición humana de tantas familias desgraciadas, la paz del mundo, el porvenir de la civilización, están en juego. Todos los hombres y todos los pueblo deben asumir sus responsabilidades" (PP 80).

 


 

"Aquel día preparará el Señor de los Ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos y vinos de solera"  (Is 25,6). El texto de Isaías que se lee en este domingo repite por tres veces la alusión al monte. Isaías vivía en Jerusalén, así que se refiere al templo del Señor, como meta de la peregrinación de todos los pueblos. 
 
La salvación se expresa en imágenes fácilmente comprensibles: la muerte es aniquilada; el Señor enjuga las lágrimas y retira el oprobio que ha pesado sobre su pueblo. La alegría se manifiesta también en la retirada de los velos propios del duelo y del luto. Y, sobre todo, en la celebración de un espléndido banquete al que son invitados todos los pueblos.
 
El texto contrapone al pueblo de Dios a los otros pueblos, tantas veces considerados como enemigos. Pero Dios es un Dios de todos. Su misericordia se extiende por toda la tierra. Así que el profeta anuncia la salvación para todos. La salvación de Dios comporta la reconciliación universal. Por tanto, hay motivos más que suficientes para celebrar una fiesta.
 
GENEROSIDAD Y EGOÍSMO
 
 La imagen del banquete aparece también en la parábola  que se contiene en el evangelio  de hoy (Mt 22,1-14). Como se suele decir, el medio es el mensaje. A una sociedad que considera la elección divina como un peso insoportable, es necesario recordarle que  el Reino de Dios es representado por un gran banquete de bodas.
 En un segundo momento, es importante ver que el banquete  se organiza para celebrar las bodas del hijo del rey. El Reino de Dios es representado aquí con los colores y los sabores de un banquete nupcial. El Hijo de Dios se ha desposado con nuestra naturaleza humana. Y esa decisión comporta alegría y fiesta, amor y vida. No se puede vivir con amargura.
 
Claro que la parábola incluye un elemento dramático. Los convidados al banquete lo rechazan. Unos consideran que sus propios planes e intereses son más importantes que el banquete del rey. Y otros se sienten ofendidos por la invitación hasta el punto de matar a los mensajeros.  Frente a la generosidad de Dios se alzan el egoísmo y el resentimiento humanos. 
 
LLAMADA Y ELECCIÓN
 
Con todo, Dios no se da por vencido en su generosidad. Abre las puertas del banquete a toda la humanidad. Pero entre los que acuden a la fiesta hay alguno que llega sin traje de fiesta. Frente a la altanería de los primeros invitados se encuentra el descuido de quien no sabe valorar la grandeza de la invitación. La parábola concluye con un proverbio  bien conocido:  
 
? "Muchos son los llamados y pocos los escogidos". La parábola condena un primer pecado: el de ignorar la invitación de Dios o considerarla menos importante que nuestros intereses personales.
 
? "Muchos son los llamados y pocos los escogidos". Pero la parábola condena también un segundo pecado: el de creernos con todos los derechos ante Dios y no llevar con dignidad la vocación que él nos ha dirigido.

 - Padre nuestro, gracias por habernos invitado al banquete de tu reino. Perdona que a veces no aceptemos tu llamada y que no la vivamos de acuerdo con tus preceptos. Ayúdanos a disfrutar de verdad la alegría de tu fiesta. Amén.

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