Entre ropavejeros y pupileros pasaban estos días los estudiantes de la Escuela Mayor.
Buscan estos días los estudiantes alojamiento en pisos y residencias, con la misma agitación que lo hicieron sus predecesores hace siglos, cuando los conventos y colegios mayores eran hospedajes que compartían asilo juvenil con diferentes casas de pupilaje repartidas por la ciudad.
Famosa era en el renacimiento salmantino la casa del pupilero Alejo del Campo, porque este bachiller cumplía debidamente su oficio, según establecían las reglas universitarias, a diferencia de otros pupileros más descuidados en la observancia de las mismas.
En aquella casa se tutelaba con austeridad a los pupilos y se favorecía el estudio, impidiéndoles llevar armas blancas, jugar a los naipes, llegar tarde, dormir fuera de ella, negándose la entrada en la mansión a mujeres sospechosas de practicar ocultos vicios de alcoba.
Alejo tomaba diariamente las lecciones a los estudiantes, cerraba la puerta de entrada al anochecer, tenía una lavandera y supervisaba atentamente la práctica que sus pupilos hacían de los sacramentos, especialmente de la confesión y comunión, anotando en un cuaderno este control.
También se esmeraba en darles buena alimentación, justificando con ello los elevados precios que cobraba, poniendo sobre la mesa ollas con media libra de carnero cocido para cada uno, tocino, alguna verdura, asado de cerdo con torreznos lampreados y fruta. Al final de la comida, se recogían los mendrugos de pan sagrado que sobraron para hacer con ellos platos de pan con leche y dar limosna a los pobres que mendigaban de puerta en puerta.
Las alcobas del pupilaje eran estrechas, pero limpias, disponiendo de cama con colchón y almohadas de lana, sábanas blancas y limpias, una arquilla, aguamanil y palangana para el aseo básico, pequeña tinaja para el agua, candil de aceite, brasero, pequeña mesa y sillón frailero.
En la despensa había cuanto se necesitaba para hacer guisos de complacientes sabores, y abundante menaje: pucheros, escudillas, barreños, tinajas, leñera, fogón, pajuelas para encender el fuego y una alacena con huevos, dulces y otras viandas.
También disponía la casa de un gran salón para celebrar reuniones y fiestas que alejaran a los pupilos de vicios, naipes, mujeres de mancebía o reyertas, que tenía una larga mesa de pino con engarces de hierro, rodeada de asientos corridos a los lados, sobre la que se disponían dos velones, uno en cada extremo, atril para la lectura y algunos libros de consulta que se bajaban de dos anaqueles situados sobre la pared, encima de un cofre donde guardaban la ropa y otros enseres diversos.
El pupilero cobraba por todos los servicios cuarenta ducados anuales, incluyendo en ese precio la vela que entregaba a cada estudiante todos los días, la cual tenía una duración mínima de tres horas, como establecía el reglamento de pupilajes.