OPINIóN
Actualizado 09/10/2014
Alejandro López Andrada

 Las buenas ideas, las emociones prodigiosas florecen en la beatitud del corazón de aquel que no odia ni desprecia a nadie nunca. Las banderas a veces separan más que unen, pues, más de una vez, a ellas se aferran los fanáticos, los que suelen odiar a quienes no piensan como ellos. Para amar a una tierra, a un pueblo, o a un paisaje, no hace falta ninguna bandera, ningún color, sino un grávido y hondo respeto a ese lugar o pedacito de mundo en que uno vive o, a veces, reside sólo circunstancialmente. La tierra que vemos y pisamos cada día nos habita y nos llena los ojos de humildad cuando verdaderamente la sentimos y la amamos con cada partícula del alma.
            

Mi tierra y mi pueblo siempre van dentro de mí, aleteando en mi sangre como pájaros que tienen su nido en las ventanas de mi pecho. Yo nunca, jamás, he creído en las banderas, ni en las fronteras que el hombre impone a su capricho. Sólo creo en dos cosas: en la libertad y en el amor que nos une y nos abre incluso al dolor del enemigo. Mi corazón es un mapa abierto al cosmos. La única bandera que habita en mí tiene forma de río, un cauce de agua luminosa que recorre mi alma uniéndome a lo que me rodea, a todo lo que centellea a mi alrededor.

 

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