El móvil. Mi hermano que quiere sacarme a tomar el aire. No puedo, ya sabes, lo de escribir, las fechas de entrega y toda la parafernalia. Pues hemos quedado todos. Pues muy bien, os llamo cuando termine lo que tenía que haber acabado ayer. No seas pringao que es domingo. Ya, y ayer estuve todo el santo día tocándome el epicentro. Lo de siempre. O sea.
Se pone el sol en el sur de Madrid. La calle se ve en tonos grises, ceniza, como un lento fundido a negro en la película de mi vida. Y yo sin nada que contar. Sin viajes que narrar, sin anécdotas graciosas con las que poder marcarme un parrafamen del que sentirme satisfecho. O no, pero que me ayude a escapar de esta pantalla en blanco. La maldita sequedad.
Buceo en la traducción del documento "Q", la base sinóptica hallada en el Qumrán. Me aburro, tela. No es lectura para comentar. Rebusco en los correos electrónicos. Una invitación de boda virtual, dos quejas anónimas por un artículo digital, un colega pidiéndome fotos de dentistas, basura y más spam.
Enciendo otro cigarrillo pensando que lo voy a dejar mientras deseo con fuerza que las musas me vengan a visitar. Abro la ventana por si llegan. Hace un frío que pela. La vuelvo a cerrar. El agua me sabe a nevera, supero la tentación de apalancarme en el sofá. Voy a coger el móvil a ver dónde están.
Si hubiera salido esta tarde quizá tendría algo que contar. No sé. El ambiente de una cafetería del centro, algún paseo por la zona monumental. La gente que viene de provincias, los que no se quieren integrar, algún comentario pillado por la calle, gilipolleces del azar. Mientras me pongo los zapatos y pienso donde aparqué el coche, me planteo lo de la columna semanal.
A veces temo perderme la vida por este empeño absurdo de quererla contar.
25 de enero de 2006