El azafranado otoño se acerca de puntillas a la nostalgia de lo venidero.
Aún los cálidos recuerdos del verano sestean sobre la piel al abrigo de las capas rojinegras, cuando el viento del norte comienza a desnudar las azafranadas choperas, y sus hojas, vencidas por el otoño, a duras penas cabalgan sobre la espuma de las torrenteras bajo los puentes, donde evocan las riberas el rumor del agua saltarina entre las piedras, y la nieve, que en mayo había huido de la sierra, dispone su regreso a cumbres y laderas.
Tiende visillos la niebla a la luz en las callejas ocultando el cansancio de los pasos bajo los soportales, y los adolescentes se acercan con desganado silencio a los pupitres, mirando de reojo las agujas del reloj sin poder acelerar su ritmo para sobrevolar el tiempo de espera navideña, viendo granizar castañas entre los grises campanarios que lamentan el vacío desconsolado que en sus torres dejan, al escapar buscando el sur, las cigüeñas.
En torno al fuego van tomando posiciones las tajuelas, sabedoras que las jaras han cedido su nácar a las crestas ante la mirada atenta del agua en las charcas campesinas que comienzan a vestirse de escarcha cenicienta. Entre tanto, estornuda el campo las primeras setas al borde de las tapias y la alberca se despierta, mientras la flor del vino enrojece en las bodegas antes de llegar a las tabernas, embriagando el aire donde las aves huyen a tierras más templadas y serenas, sabedoras de próximas heladas, con sus alas pespunteadas de gotas premonitorias de la nieve venidera.
Preparan las nueces en la fronda extensa de los nogales su cita navideña con los higos que campanillean en las ramas de las higueras anunciando ya la fiesta, y en la casita del bosque se encarama la yedra entre legendarios blasones, envuelta en musgo silencioso que verdeará belenes, al compás titilante de las gotas de rocío en las mimbreras y el letargo del silencio en los robledales donde duerme la madreselva aguardando la nueva primavera.