OPINIóN
Actualizado 04/10/2014
Manuel Lamas

Hoy, como de costumbre, me he refugiado en la naturaleza. He vuelto a ese camino, paralelo al río, que tantas veces he recorrido. Con la vista sobre las aguas, he andado como un autómata buscando el equilibrio. No lo he conseguido; al  contrario, me ha embargado la soledad, al constatar el estado de cosas en que nos movemos.

Desalentado, he recordado a los más pobres, tendiendo la mano para coger lo que le otorga la caridad y le niega la justicia. También he pensado en el éxito de quienes todo lo tienen; he profundizado en su interior y he descubierto graves deficiencias y una enorme soledad.

De igual forma, he penetrado en el alma trabajador. Le he imaginado atento a los asuntos cotidianos, y escuchando a los hijos que cuentan sus peripecias sentados a una mesa con alimentos. Pero, al final de la jornada, cuando todos descansan, desvelado por los problemas y protegido por la oscuridad, sus lágrimas han resbalado por la almohada. Ni siquiera su esposa se ha dado cuenta. Llora por la incertidumbre de vivir en un mundo injusto donde, el fruto del trabajo, no es suficiente para cubrir las necesidades de la familia.

También he pensado en los jóvenes, que encaran la realidad  llenos de proyectos y repletos de ilusiones. Les he mirado a los ojos y he advertido su gran decepción. El trabajo no llega y los años, raudos pasan por su vida, sin que los proyectos se cumplan.


He observado al empresario, ejecutando los movimientos de su actividad, y he comprendido que, rentabilidad y solidaridad, son incompatibles. Por esta razón, muchas personas siguen perdiendo su trabajo. También él, cuando llega la noche y la conciencia hace audible su discurso, siente el peso de la soledad. Aún así, no rectifica su conducta.

A través de estas observaciones, he comprendido que vivimos bajo el peso de la soledad; sumergidos en un sufrimiento permanente. Solo las actividades nos distraen de esta realidad hiriente. Nuestra condición es hacer lo contrario de lo que necesitamos y, por eso, nuestro corazón no deja de registrar sobresaltos. Actuamos con el cuerpo, pero sentimos con el alma.

Sufren los el ancianos, abandonados de los suyos;  sin el calor de esos hijos, que son todo para ellos. Hoy, obligados por las circunstancias, surcan los vientos en otras latitudes buscando un trabajo que se les niega en su propio país.

Es la soledad, amigos, una espada hiriente que nadie puede burlar. Nos busca y siempre nos encuentra. Mucho tendrían que cambiar la educación y las costumbres para enderezar lo que está torcido. Pasarán muchas generaciones hasta que las personas comprendan que la vida es un bien para ser compartido y que, vivir en soledad, no es rentable. 

Cuando ese momento llegue, quizá  se haya superado la "economía de mercado", y nuestras flamantes democracias, agónicas en responsabilidades y valores, apliquen otros métodos en el reparto de la riqueza. Otras vías de entendimiento son necesarias  para alcanzar mayores cotas de Justicia Social. 

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