Las partituras, como las conocemos hoy en día, vienen de una larga evolución que se origina en la Edad Media con la notación neumática. Los neumas, que eran unos signos colocados sobre cada sílaba del texto a cantar, servían de recordatorio de la línea melódica mostrando, por ejemplo, si era ascendente o descendente.
En el norte de Italia surgió una nueva idea, una delgada línea roja que indicaba el tono de referencia a la que se adherían las demás notas. Esta innovación se le atribuye a Guido Mónaco, que fue monje en la catedral de Arezzo. Esta línea roja indicaba la nota "Fa" así que la siguiente por encima sería un "Sol" y la inmediata por debajo un "Mi". Más adelante se añadió una línea amarilla por encima de la roja que sería la nota "Do" y una línea entre ambas que sería la nota "La". Con esto ya tendríamos la progresión: Mi-Fa-Sol-La-Si-Do-Re. De esta manera se escribió el Himno a Santa Cecilia, patrona de la Música, documento que plasma este importante cambio de escritura musical. Posteriormente se añadiría una línea más, con lo que ya tendríamos el tetragrama que sería utilizado hasta su sustitución por el pentagrama en el siglo XV.
El sistema de canto de Guido se enseñaba mediante una canción que él mismo inventó a partir de las primeras sílabas de un Himno dedicado a San Juan Bautista llamado Ut queant laxis, y que tomaba como nombre de las notas la primera sílaba de cada verso: Ut-Re-Mi-Fa-So-La-Si.
Para facilitar la memorización de las distintas alturas ideó otro sistema, conocido como "la mano guidoniana", en el que cada nudillo de los dedos representaba una nota diferente de la escala. Se puede entender como una "chuleta" de ayuda al estudio de notas, intervalos y escalas.
Con este método intentaba reducir el aprendizaje de los cantos gregorianos de diez años a uno, revolucionando la enseñanza del canto y la escritura musical, posibilitando una manera más sofisticada de hacer música e impulsando la aparición de una nueva figura dentro de la música, los compositores.