OPINIóN
Actualizado 28/09/2014
Maguilio TAVIRA

Las vacaciones ?no tienen que ser necesariamente estivales siempre ni sólo- comienzan de verdad cuando han acabado los viajes que, aprovechando el período de descanso, suelen hacerse.

Durante un tiempo ?más o menos largo pero en todo caso efímero- dejamos de realizar la actividad que normalmente nos sustenta. Y es en ese lapso breve que queremos hacer tantas cosas que fatiga pensarlas. Por eso viajamos, vemos playas, probamos nuevas comidas o cualquier otra actividad que, a la postre, lo que hace es cansarnos.

Descansar, de veras, es lo que hacemos cuando hemos terminado las actividades que el período vacacional ?y la moda y la inercia y la familia- nos imponen y exigen.

Decía un maestro que tuve que "las vacaciones no deben ser tiempo de inactividad, sino de cambio de actividad". Bueno, pues semejante aserto se lo han debido tomar al pie de la letra las agencias de viajes (tour operators, creo que se dice ahora), la familia y esa parte más ajena de uno mismo que uno mismo es cuando se deja llevar por los otros.

El caso es que, tanto más cuanto más años va uno teniendo, el verdadero descanso, delicioso, confortable y remolón, comienza cuando las vacaciones ?los viajes y ajetreos- han concluido. Cuando uno ya ha deshecho las maletas y archivado los cuadernos hasta el próximo periplo, sin que haya comenzado todavía la inmediata obligación de concurrir al trabajo al día siguiente.

Es entonces cuando experimento esa sensación indecible de disfrutar de Salamanca a mis anchas, sin prisas ni plazos. Y es entonces cuando, como un turista más, recorro calles y plazas, examino monumentos, visito iglesias y repaso historias. Y eso es algo tan sublime que tengo necesidad y obligación de recomendárselo a todo el mundo; especialmente a los salmantinos. Visitar Salamanca, ahondar en ella, empaparos de su esencia, de su luz, de sus recamadas piedras del atardecer o de la luminosa frescura de sus amaneceres.

Y es entonces cuando me gusta frecuentar, más de lo que habitualmente puedo, las terrazas de La Rúa -que mi amigo César bautizó certeramente como "El Paseo Marítimo"- y dedicarme a observar el río de visitantes, paisanos y personajes que incesantemente transita la arteria más señera de mi Salamanca. Y aprendo así del ser humano mientras disfruto de la contemplación.

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