Profesor de Derecho Penal de la Usal
La detención hace unos días en Santander del famoso 'pederasta de Ciudad Lineal', vuelve a recordarnos la alarma social que generan este tipo de conductas delictivas y sobre la viabilidad de los programas de intervención en el medio penitenciario, una vez condenados, para este tipo de delincuentes. Para atenuar un poco la alarma social, hemos de recordar que los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales son menos frecuentes que otras infracciones penales (las personas que están en prisión por este tipo de conductas no llega al 6 % del total de población reclusa en España -aunque ojalá fueran menos, claro- incluyendo en ese porcentaje todos esos delitos, no sólo los cometidos por pederastas).
Los 'pederastas', es decir, los responsables criminales de comisión de delitos contra la indemnidad sexual de menores de 13 años (agresiones y abusos sexuales), son individuos con un desequilibrio mental evidente. Es difícil entender que una persona con una estructura mental en su 'sano juicio' pueda cometer este tipo de conductas calificadas por los manuales de psiquiatría como "graves aberraciones sexuales".
La respuesta jurídico penal ante estas conductas no debe ser el incremento desmedido de las penas (las previstas en nuestro Código Penal, siempre referidas a los delitos cometidos contra menores de 13 años, son lo suficientemente proporcionadas a la lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido, pueden llegar a 15 años de prisión por una violación, 3 años por la propuesta y concierto a un menor de encuentros sexuales, -sólo con la propuesta-, sin que se llegue a producir, sin perjuicio de las penas que le corresponderían si el encuentro se produce, además de la imposición de la medida de seguridad de libertad vigilada, que puede llegar hasta los diez años, una vez que el condenado cumple la pena privativa de libertad en la cárcel), sino también la implementación de programas de intervención de agresores sexuales. Según los estudios realizados en la Universidad de Barcelona (dirigidos por Santiago Redondo y del que se extrajeron los programas contra agresores sexuales), el índice de reincidencia de los condenados por estos delitos (siempre referidos a todos, no sólo a los pederastas) que han seguido el programa ronda el 4%; en cambio, el porcentaje se eleva al 18 % respecto a condenados que no lo han realizado.
Ahora bien, el problema se traslada a la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, ya que es el órgano directivo competente para implantar esos programas de intervención en los centros penitenciarios españoles (excepto Cataluña que tiene asumidas las competencias de ejecución penitenciaria). Hay que tener en cuenta también que estos programas (como todas las actividades de tratamiento penitenciario) son voluntarios y no se les pueden imponer obligatoriamente a los condenados (sería inconstitucional al atentar contra los derechos fundamentales de la persona). Tiene su lógica también, porque para el éxito del tratamiento debe haber una aceptación voluntaria y sincera por parte del sujeto a tratar. Para ello, es muy importante el papel que juegan los profesionales penitenciarios (sobre todo los psicólogos y el resto especialistas de las ciencias de la conducta) en motivar a los internos para que se acojan a este tipo de programas informándoles de los beneficios que les pueden reportar de cara a su resocialización.
Por desgracia, estos programas no están implantados en todas las prisiones. Además, los internos que participan en ellos son aún minoría. Si a esto unimos la crisis económica que padecemos y los recortes presupuestarios, el problema se agrava considerablemente. Aún así, aunque haya restricciones en el gasto, deben priorizarse los recursos hacia el tratamiento penitenciario y no sólo a la seguridad en las cárceles. Recordemos que nuestra legislación penitenciaria considera las funciones regimentales de seguridad, orden y disciplina como medios para conseguir los objetivos del tratamiento, es decir, la reeducación y reinserción social.