OPINIóN
Actualizado 27/09/2014
José Luis Cobreros

Observa cómo en la naturaleza todas las contingencias suman sus efectos para establecer las reglas a distintos  niveles y, sobre todo, para  no frenar el desarrollo natural. De esta forma, cualquier alteración en el orden debidamente prescrito denuncia, de forma automática, al agente que lo produce, para excluirlo, si fuera necesario.

Traslada ahora ese principio  natural a las relaciones humanas y acepta  la hipótesis en la que, la estabilidad emocional y la  armonía en la convivencia vinieran determinadas por los mismo principios. Imagina que, cualquier disfunción en este sentido, mostrara  sus consecuencias en señales  de vejez o lozanía  en el rostro de las personas.

Si, como ocurre en el medio natural,  fueran visibles sistemáticamente los efectos del comportamiento, es decir, si las conductas acordes con el orden, la equidad y la justicia  retribuyeran a las personas en calidad de  salud y fortaleza física  y,  por el contrario, aquellas conductas egoístas, divorciadas de la verdad, determinaran, del mismo modo,  deformación, o señales de vejez y deterioro físico en el rostro, ¿no apreciaríamos más una máscara que la riqueza?

De un mecanismo parecido tendría que habernos dotado la naturaleza para corregir tantos desajustes en nuestra manera de vivir. Muchas veces adoptamos conductas incoherentes, movidos más por  vanidad que por nuestra  complacencia en el mal. Pues, si los efectos de nuestro comportamiento fueran visibles a los demás ¿Acaso no trabajaríamos por corregirnos? ¿No trataríamos, en todo momento, de  mostrar  un rostro joven y saludable?

 En el fondo, la mayoría conocemos los principios que articulan el orden. Todos disponemos de un conocimiento básico de la verdad que determina, de manera fiable, el límite de los propios derechos antes de que interfieran  el derecho común. Pero, este conocimiento, no siempre invalida nuestros argumentos erróneos en el ámbito de la propia conciencia; con excesiva frecuencia, trascienden la frontera de lo íntimo y daña  gravemente la convivencia.

Unas veces por egoísmo, otras por miedo, levantamos barreras sin sentido. Demandamos un orden configurado a nuestra realidad personal, olvidando que los demás también tienen derechos. Así, se van degradando los valores en el plano individual. Pues, al no impulsar con la razón el motor de los comportamientos, pocas veces recogemos el bien derivado de la buena conducta.

Hoy, nuestras sociedades, fomentan con mayor firmeza el despotismo al más alto nivel; rechazan el patrimonio moral de las personas, por ser contrario a la agresividad que requiera la forma de vida actual.

 Ya sé, qué me vas a decir: nada se puede hacer; las relaciones humanas se encuentran así configuradas. Pero, entonces, tampoco tendríamos que sorprendernos cuando el fracaso llame a nuestra puerta. Pues, sólo en momentos difíciles apelamos a la justicia, a la razón suprema, a la coherencia en los principios aunque, hasta ese momento, hayamos colaborado en lo contrario. Quizá por eso, la propia naturaleza legitime el sufrimiento, para situar a cada cual en el lugar que le corresponde.    

El egoísmo, que no conoce límites, se atrinchera en lo más profundo de las personas y sus  efectos,  en lugar de traducirse en señales de vejez sobre  la piel, se transforma en algo más negativo; porque, mina las bases de la convivencia y destruye las vías del entendimiento.

 

 

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