Salía de casa, con la intención de tomar el aire, en una calurosa tarde veraniega de domingo. Bajé el ascensor, vestida ligera, sin apenas nada en el bolso y con mi novela de la mano. En el portal me puse los cascos del móvil y enchufé la música, concretamente una antología de Perales que me acompaña frecuentemente, y comencé a caminar. Iba a sentarme a la Plaza, a tomar algo mientras terminaba mi "Invierno en Lisboa", pero la temperatura no era del todo mala y decidí, improvisando, dar un paseo antes de asentarme en el destino previsto.
Caminaba, tranquila, evadida un poco de todo, metida en mis pensamientos y en la letra de la canción que escuchaba cuando, no sé ni cómo ni por qué, un niño en una especie de triciclo me desestabilizó, estando yo muy pegada al asfalto en la calle Correhuela, y me vi haciendo malabares y con la cabeza y cuerpo más dentro del autobús, que casi me llevó por delante, que en cualquier otro lugar. Me invadió el miedo.
Temblándome las piernas y todo el cuerpo me metí hacia la pared, y observé como el padre de ese niño bajaba por la calle a mucha distancia (que vaya irresponsabilidad digo yo? dejar a un crío pequeño a merced de su suerte y a los demás a la de este) y ni se dignó a dirigir una leve disculpa cuando en ese momento podía estar más muerta que viva y el último responsable habría sido él.
Ya me había quitado los cascos, que no pienso volver a emplear mientras paseo porque quizás, si no hubiese estado escuchando mi música, podría haber percibido la bajada del niño, el ruido de las ruedecillas de su triciclo y evitado, de alguna manera, esa desagradable experiencia, y recuperé el aliento. Entré de inmediato en la calle Toro, y marqué el número de mi padre, estaba literalmente aterrada.
No recuerdo exactamente las palabras pero debí explicarle el milagro de poder estar hablando con él después de lo que había pasado, y me tranquilizó. Me dirigí a mi destino, me senté en la Plaza, abrí el libro y fui incapaz de leer dos páginas, la concentración era imposible. Estaba agitada, intranquila, la sensación de lo efímero de la vida me tenía aturdida. Pensaba que en lugar de ser yo la que había llamado para contar ese suceso, podía haber sido la policía la que llamara a casa. Pensé que sólo por un instante podía no estar ya ahí, donde estaba, sintiendo la ligera brisa del aire caliente de agosto, y me angustiaba la sensación.
Poco rato pude permanecer sentada, no me encontraba bien, estaba aún nerviosa y un poco desconcertada y decidí regresar a casa. Volví con sumo cuidado, mirando a cada paso con una inquietud bastante impropia de mí, y llegué. Abrí la puerta de mi casa, me metí en ella como quien entra en el lugar más seguro del mundo y sólo pude dar gracias a Dios por seguir aquí, en este mundo de locos que, aunque a días pueda parecer eterno, es tan efímero que da miedo.