España será uno de los países europeos donde la victoria del "no" a la separación de Escocia dentro del Reino Unido se analizará con detalle. De hecho, ha condicionado la agenda política porque ha puesto en primera línea del debate público la Ley de consultas y el previsible Referéndum sobre la independencia que se realizaría en Cataluña, apelando a expresiones seductoramente fecundas como el "derecho a decidir". Además, las comparecencias parlamentarias del nuevo curso tienen la finalidad de impedir iniciativas soberanistas de dudoso encaje constitucional. El otoño político comenzó el pasado miércoles cuando Rajoy comentó que los procesos secesionistas pueden ser calificados como un "torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea".
Entre nosotros, recordemos lo que sucedió cuando se fraguó la constitución de 1978 y se la llamó "del consenso o concordia". Entonces, la relación entre legitimidad y legalidad se articuló con prospectiva histórica porque buscábamos un horizonte de cordura basado en el sencillo principio cívico de querer vivir juntos. Esta concordia constitucional, que ha desaparecido de la agenda socio-política, la cultura popular inmediata y los libros de texto con los que se han alfabetizado las últimas generaciones, sólo se mantiene cuando hay creencias compartidas. Los defensores de esta concordia no sólo deberíamos trabajar para impedir que alguien se pueda ir, sino para facilitar que alguien se quiera quedar.