La búsqueda de distintas fórmulas para la representación de la vida, sea del lado que supone la naturaleza como del configurado por el pensamiento, es una constante del quehacer humano que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. En las historias individuales no ha sido un camino menos proceloso. "He trabajado intensamente toda mi vida para lograr ahora pintar como un niño", decía Pablo Picasso en sus últimos años. En otro orden de cosas, la humanización de la naturaleza mediante la jardinería es posiblemente una de las fórmulas más inmemoriales para integrar no solo una determinada interpretación de la existencia sino un uso de aquella para encontrar el equilibrio emocional.
Una de las expresiones cuya profundidad en su aparente simpleza más me inquieta la constituye el karesansui. Se trata de un jardín japonés conformado con arena gruesa blanca que es minuciosamente labrada por el artista jardinero. La intensidad y la meditada distancia que se deja entre las ondas y los surcos, su curvatura, la pulcritud del diseño que a veces incorpora una roca en el centro o un pequeño puente sobre un charca reducida, o una masa arbórea de dimensiones diminutas, generan una propuesta estética que invita a la introspección. Frente ala idea más generalista de otros jardines japoneses quizá más conocidos, aquí se ofrece la más fría desnudez que, sin embargo, proyecta la calidez del saber milenario en el que no hay truco posible ni engaño autocomplaciente. Unos objetos, esa roca o el puente o el arbusto son especies de islas rodeadas por un gran vacío que simboliza el océano.
Sentado en una pequeña tarima de uno de entre los centenares de templos y santuarios que hay en Kioto y sus alrededores frente a un karesansui siento un vacío que no angustia. En una sociedad secularizada que, además, combina tradiciones sintoístas y budistas, los surcos paralelos contorneando a las rocas, en este caso, señalan un desencuentro indeleble. La contradicción de este espacio intramuros frente a lo que acontece fuera está servida. Es la figuración del oleaje del mar ausente añorado proyectando placidez y un orden austero confrontado al frenesí del tren bala y al consumo trepidante de los productos más lujosos y sofisticados a los de masas más banales. Algo que en las noches de luna llena, escenario por excelencia para contemplar estos jardines, se revela más inconmensurable a la vez que enigmático.