OPINIóN
Actualizado 18/09/2014

Por las naciones europeas sopla un aire de disconformidad que se expresa de distinta manera. Empieza a ser preocupante como partidos, ideológicamente extremistas, se sientan en los distintos parlamentos siendo sus votos decisivos en esas naciones.


   La rueda de la historia sigue dando vueltas y nuevas generaciones vuelven a caer en los mismos errores en que cayeron quienes nos precedieron.


   En el siglo XIX se pusieron las bases ideológicas con las que el pasado siglo se consiguió, en el mundo desarrollado, el mayor progreso social  de todos los tiempos: unido a eso progreso social fue el económico. Puede decirse que coincidió "la unión de los dos contrarios". Por un lado Marx, su Manifiesto comunista y la publicación de su gran libro El Capital que, ciertamente, con la descripción de las terribles injusticias cometidas contra los trabajadores incitan a la revolución para terminar con quienes las cometen. El gran fallo está en que, a pesar del deseo de bienestar humano, tanto en las palabras como en los escritos lo que se trasmite es odio, y el odio nunca es constructivo.


   Por otro lado la Iglesia publica una serie de Encíclicas sociales que, desde otro punto de vista, es coincidente en la necesidad de una justicia social que dignifique el trabajo y a los trabajadores.  León XIII con la Rerun novarum, publicada el 15 de Mayo de 1891, apoya el derecho laboral y la formación de sindicatos por las clases trabajadoras. Después vendrá la Mater et magistra de Juan XXIII, dirigida a los trabajadores sobre la dignidad humana y como la justicia social compete a trabajadores y empresarios. En esa misma línea seguirán la Populorum progresio de Pablo VI y la Laborem exercens de Juan Pablo II.


   Lo mismo que las teorías marxistas tuvieron su gran influencia en las clases trabajadoras; la doctrina social de la Iglesia influyó de manera decisiva en la clase burguesa, haciéndola ver la necesidad de cambio en las relaciones entre trabajador y empresario.


   En tiempos de Marx no existía la democracia de un hombre un voto y hoy, sin necesidad de ningún tipo de revolución, simplemente a través de las urnas, se podría llegar a una mejor justicia social de nuestra sociedad, simplemente molestándonos, cada uno de los que tenemos voto, en ver quienes, de forma sensata, pueden llevarnos hacía donde queremos.
   Lo malo es que ante la disconformidad no suele reflexionarse y actuar de manera sensata, sino que se desperdicia el voto, dándosele a cualquier iluminado, de uno u otro extremo, que puede terminar llevándonos al desastre. Ya pasó y se ve que nada hemos aprendido.

 

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