Hay un formato que no para de crecer o de mantenerse en la televisión a la que asistimos en estos últimos tiempos. Son los programas de cotilleo tanto rosa como político. Son la culminación de un género, del tipo corrala de vecinas de antaño o taberna, que se exacerba. La consagración del rumor, de la conjetura, de la calumnia, etc., elevados a presunta categoría periodística que crea un mundo que se retroalimenta con sus propios contenidos, con el programa anterior, con opiniones anteriores dentro de sí. Se crea así un universo cerrado sin referentes objetivos.
Estos programas son la extrema degradación del discurso y de la comunicación. La circularidad de los temas, la ablación de los contenidos, la hipertrofia de la forma del debate, violenta y vulgar, en el lenguaje y en el trato, la negación del otro en los presuntos debates, en ocasiones preparados para ganar audiencia, no son más que la consagración de la soez, la falta de intelectualidad, el griterío y el insulto...
Dan un pésimo modelo de lo que debe ser el debate o el diálogo entre las personas civilizadas o públicas. Se prima como valor la invectiva como estrategia de dominación y anulación del otro, y eleva a personajes públicos a personas que encarnan lo anteriormente citado y que, por su poder mediático más que por su ejemplaridad personal, anulan cualquier respuesta o defensa.
La imprecación, el jurar o matar por sus descendientes, que culpa tendrán los pobres, es la imagen o la traducción del carisma basado en la imposición de la razón mediante la violencia expresiva, convirtiendo dichos programas en ejemplo para que aumente el terrorismo civil, es decir, la violencia de género, el acoso en el trabajo, y sus mil derivaciones en todos los ámbitos de la vida y de las edades de los espectadores.
En este tipo de programas ya no hay lugar para la verdad ni el pudor, ni siquiera el sentido del ridículo. Ver a una joven decir que se ha acostado con tal señor o por decirlo de modo que su moral es algo distraída puede llegar a asombrarnos a nosotros y a ella misma cuando lo piense. Se vende la honestidad por dinero, en pocas palabras el futuro y la vida en directo y delante de todos. Hemos llegado a un punto en que lo que se muestra en la pantalla crea su propio universo al margen de la moralidad.
La televisión podría ser un extraordinario medio cultural, pero no puede serlo porque nos domina la cultura del cachondeo, del todo vale frente a los verdaderos valores, y ello socaba la realidad. Aunque seamos conscientes de lo que se nos ofrece en muchas ocasiones es una mera pantomima.
Este relato selectivo a su manera, sometido a una doble censura del poder económico, que crea tendencias de todo tipo, y político, se come la realidad, la neutraliza o la ignora. Se multiplican así las maneras de verla según convenga. Este proceso de contaminación de la información por el espectáculo está alcanzado cotas importantes. Ello nos puede también hacer pensar que convivimos desde hace años con una política basura, una economía basura, un periodismo basura, un cine basura, etc.
La humillación vende y atrae, porque tranquiliza pues podemos pensar que otros lo están pasando peor. Los méritos venden cada día menos que los defectos, de la misma forma que las malas noticias venden más que las buenas. El resultado de todo esto es la retribalización y la analfabetización intelectual y social. Por supuesto esto es un desastre pensando en el futuro que nos espera ante un mundo global cada vez más especializado y alfabetizado. Mientras podemos pensar que España se colapsará una vez más el día de la lotería de Navidad, u otros parecidos. Así nos va.