OPINIóN
Actualizado 17/09/2014
Carlos Aganzo

Nunca me gustó el exabrupto de que el mundo fuera "ancho y ajeno". Al contrario siempre consideré que se me quedaba pequeño y que las enormes diferencias existentes más que generarme despreocupación despertaban una curiosidad ilimitada. Salir del útero materno al proceloso torrente de la vida significaba entregarte a la vorágine de un espacio sin límites, al descontrol de modos de entender la vida contradictorios, de tradiciones insólitas que orientaban tus primeros pasos. Avanzar en la existencia suponía integrar todo lo que te rodeaba con tu propia pulsión hacia el futuro. Para unos había un lugar en el mundo, para otros apenas un orbe elástico. Estaban los que se quedaban y los de culo inquieto. Como pueden imaginarse, soy y he sido de los segundos.

 

Animar a que la gente de mi entorno saliera ha sido un afán permanente que no ha tenido fin. Supone, además de una convicción, una posición coherente con el sentido profundo del concepto de universidad. Hay otros incentivos que si siempre estuvieron ahí hoy están más de moda contando con una valoración positiva: abrir mercados, explorar oportunidades, curarse del nacionalismo estrecho, ampliar conocimientos o, simplemente, dar cumplida satisfacción a una vocación de trotamundos. Pero, a la vez, hay un lado amargo que se vincula a términos que todos conocemos como exilio, refugio, migración forzosa, expresiones que tienen que ver con persecución y miseria, donde no dejan de estar presentes mafias explotadoras de un destino humano que, en la mayoría de los casos, se juega la vida.

 

Dejar tu sitio para irte a vivir a otro en el que las características de la vida sean diferentes es una decisión personal derivada de razones múltiples, algunas felices, otras trágicas. España tiene una larga tradición de millones de personas que dejaron el país a lo largo del último siglo y de recibir a otros tantos apenas en las dos últimas décadas. Sabemos todos, por tanto, de qué hablamos. El exilio y la emigración por motivos económicos se entrelazan según épocas diferentes. Cuarenta años después de que regresaran los exiliados políticos y de la interrupción del flujo migratorio hacia el norte centenares de miles de jóvenes vuelven a emigrar. Pero cuando la máxima responsable política del asunto, la ministra Fátima Báñez, alude a los enormes beneficios que supone para nuestros jóvenes la "movilidad exterior", mi internacionalismo se encoje y siento náuseas ante el suyo de cartón piedra.

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