Lunes. Suena el despertador? A pesar del cansancio, estaba deseando que amaneciese. Su estomago repleto de tanto pincho de feria, mezclando la cocina de autor con el puchero de la abuela, era un revoltijo de viandas que, regadas con los litros de cerveza y vino que había ingerido la tarde anterior, le habían provocado una noche de duermevela y pesadillas. Saltó rápido de la cama. Se duchó, se vistió y se fue corriendo al banco, haciendo una parada previa en el bar de siempre para tomar un café que acabó de rematar a su ya maltrecho buche.
Se sentó en su mesa de interventor. En su cabeza sonaban aún los pitidos de la dulzaina que el día anterior le habían perforado el tímpano mientras intentaba hacerse entender en la barra de la caseta.
El golpeteo del tamboril que pasaba por la calle hacía temblar los papeles de su mesa que tenía que revisar y le provocaban una especie de vértigo matutino que le impedía concentrarse en sus tareas
Pasó la mañana como pudo entre el dolor de cabeza, clientes soporíferos que le comentaban los cotilleos de la ciudad y las incesantes llamadas del director requiriendo esos informes que no conseguía terminar.
Era el último día de las ferias. Había quedado con los amigos a las tres para tomarse unos vinos y repetir el recorrido gastronómico festivo antes de ir a los toros.
Llegaron las dos. Salió del banco. Cruzó la calle abriéndose paso entre los cabezudos que justo en ese momento pasaban por el banco. Recordó sus tiempos de infancia en que de la mano de su padre estaba deseoso de salir a verlos y de aquellas carreras tras los niños que les gritaban y azuzaban entre los amagos torpes de la ´la celestina´, ´el negro´ o ´el torero´ y las ágiles carreras de los infantes.
Cuando ya había casi dejado atrás la charanga, sintió un golpe en sus costillas que le hizo doblarse de dolor. Miró hacia atrás y no consiguió ver más que a un grupo de cabezudos que se alejaban corriendo, sujetándose el cabezón con una mano y alzando la vara con la otra. Tenía que haber sido uno de ellos. En un flash de su memoria recordó la conversación de hace unos meses con un joven que había acudido a solicitar un préstamo a su oficina acuciado por la imperiosa reforma que necesitaba realizar en su taller mecánico. Recordó como le había negado al joven ese crédito ante la falta de garantías y aquellas palabras en las que este le juró que se acordaría de él.
Sonó el despertador. Vaya nochecita había pasado. Su estomago no había parado de bullir ni un instante y recordaba la tarde anterior sin parar de comer y beber. Al incorporarse de la cama notó como un intenso dolor le recorría su costado. Se fue a la ducha no sin antes mirarse al espejo y contemplar con asombro esa marca roja que iba desde su espinazo hasta la cadera. No pudo encontrar explicación alguna a tal lesión. Se vistió y se marcho al banco.
Era el último día de ferias.