?Me digo a mí mismo casi todas las mañanas desde hace ya muchos años.
La ciudad-balneario de Pinamar destacaba ya entonces por sus imponentes construcciones, con un tejido urbano de lo más singular, acomodado en gran medida al complicado relieve de sus hermosas dunas. En el corazón del verano argentino, un pequeño tren turístico de tiernos colores surca la ribera de la atestada playa principal, hasta llegar frente al Club Tango Tour. Se me viene encima su sol de plástico, cálido y diferente, siempre colmando el horizonte de sueños envueltos en voz baja.
Mientras tanto, en uno de tantos aviones que salen de Buenos Aires-Ezeiza con destino a Europa, un hombre digiere a Whitman mientras desayuna un té frío con una medialuna. Está recostado, observando las primeras nubes del atlántico hermano.
Nací en el Hospital Italiano de Buenos Aires, cerca de la que fuera mi casa durante más de seis años, en la Calle Sarmiento, esquina Avenida Corrientes. De bien pequeño pasaba las horas muertas construyendo particulares ingenios con los bloques grises y blancos de la vieja línea Tente. El pequeño orificio central de sus piezas me permitía cierta versatilidad a la hora de diseñar aviones y coches impensables, o futuros edificios de aventurados perfiles vanguardistas. Mi padre llegaba de trabajar y yo corría orgulloso a enseñarle todas mis creaciones.
En el humilde Parvulario de San Anselmo, cerca de la Calle Arca Real, en pleno Barrio de las Delicias de Valladolid, corretea mi infancia recién estrenada con sus sempiternas gafas de culo de vaso, a todo derrape con viejos zapatos negro/preescolar, lavando mi espíritu regresado desde el otro lado del mundo. Esos deliciosos patios interiores de las viejas casas de la postguerra española, llenos de maceteros coloridos y descuidados, con mil y un vericuetos en los que sólo un niño podría encontrarse.
Pinamar nunca existió.
León amanece en un invierno distante e inesperado. Transcurre mi adolescencia por el vetusto barrio de San Mamés, junto a la vieja vía del tren, entre libros de texto prestados y cuadernos de caligrafía fina, vistiendo los prados de verde/adolescencia hasta que la tarde ya no nos da más de si.
Por la Autopista Riccheri se llega fácil al Aeropuerto del Ministro Pistarini, no más de 40 kms desde el centro mismo del área metropolitana de Buenos Aires. Hasta la Terminal B habrá otros 15 minutos a pie, que dan tiempo a pensar en muchas cosas. No había vuelto a Argentina desde el 79.
En la Librería y Mercería Merlín, en la Avenida del General Arias, he adquirido por apenas 50 pesos un ejemplar antiguo de "Hojas de Hierba". Nada de regateo, al argentino humilde no le gusta. Mientras me prepara el libro y le va desprendiendo lentamente la etiqueta del precio del interior, me lleno de despreocupación por un instante, ha llegado el momento, vierto mi corazón junto al de Whitman, los dos de la mano en esa pequeña bolsa de papel azul.
Pinamar nunca existió.
Deambulando una de tantas tardes por el Parque del Campo Grande de Valladolid, ya en el verano mismo de mi vida, reinvento mi alma para intentar reencontrarme con aquel oscuro poeta que llegó en uno de tantos aviones que salen del Buenos Aires-Ezeiza con destino a Europa. El sol de plástico sigue guiando mis pasos desde allá arriba, pero las ganas se nos van difuminando a este lado del espejo. Waldemar espera.
WALDEMAR
Waldemar, loco, firmo una nueva vida
lejos de aquí.
No nos será fácil
huir de estos jardines, a los que llegamos como esclavos
para crecer como arlequines.
Waldemar, loco, te escribiré
no importa a cuántas cuadras de distancia,
te haré llegar mis palabras, mi oxígeno,
una gota de este vaso
una sola de estas ganancias.
Sabrás, amigo, sabrás
cómo asoma el sol en este viejo solsticio, cómo me convierto en brea?
Te contaré el invierno, cuando sea invierno,
moriré contigo,
te llevaré el verano, cuando verano sea.
(Para Waldemar, viejo amigo argentino e invisible, que me acompaña desde siempre en la otra orilla.)
Boris Rozas, relato seleccionado para la Antología "Corazón de cinco esquinas", JCYL, año 2011.