Los emprendedores estamos tomando decisiones respecto a nuestros negocios continuamente. Decisiones que nos conducen siempre a un resultado. Pero con la misma rapidez con la que actuamos, juzgamos la idoneidad de ese resultado. Si es favorable o desfavorable, o si ha supuesto un avance o un retroceso. Y tras eso, lo etiquetamos como bueno o malo, como positivo o negativo, o como un éxito o un fracaso.
Por tanto, esta premura en el juicio nos hace valorar ese resultado en función de la sensación que nos produce. Si me ha satisfecho lo celebro, y si me ha desagradado lo lamento. Lo que nos hace vivir en una constante montaña rusa emocional.
Así mismo, solemos analizar racionalmente todas nuestras actuaciones empresariales. Lo que hicimos bien para proseguir con ello, y aquello en lo que fallamos para corregirlo y aprender de ello. Pero este análisis siempre va de la mando de nuestro "diagnóstico emocional", por lo que tendemos a olvidarnos de los resultados más favorables, mientras que los desfavorables perduran más en nuestra memoria, dejando paso al desánimo y otras emociones. Lo que no ayuda a superar barreras como los miedos o la incertidumbre.
En todos estos análisis, por supuesto debemos incluir además todas aquellas circunstancias que se escapan de nuestro control directo. Aquéllas que nos obligan a poner más de nuestra parte cuando son menos favorables, y aquéllas otras de las que beneficiarnos o con las que aliarnos. Pero deberíamos poner el foco en lo que sí que depende de nosotros, nuestras actuaciones y decisiones y sobre todo la interpretación y valoración emocional que le damos a éstas en todo momento. Porque cuanto más tardemos en superar un resultado negativo, más alejados estaremos de perseguir otro más favorable.