OPINIóN
Actualizado 13/09/2014
José Luis Cobreros

No hace mucho tiempo, se hacía referencia a la escuela de la vida, en aquellos casos de conducta inadecuada. Los padres, ante el mal comportamiento de los hijos, casi siempre exclamaban: ¡la vida te enseñará! Sabían, por las consecuencias de sus propios actos, que se trataba de un remedio infalible para enderezar la conducta.

Aunque la oferta de enseñanzas que esa escuela ofrecía era muy reducida, nadie quedaba defraudado. El individuo, asimilaba con rigor sus enseñanzas, porque sabía, que no hay efecto sin causa y, para corregirlos, es necesario profundizar en la raíz. Cierto, que aprendíamos a golpes. Cada fracaso se convertía en una lección adicional; en un esfuerzo añadido. Si no memorizábamos su contenido, un segundo tropiezo en la misma materia, se transformaba en algo verdaderamente doloroso.

Aunque esa escuela jamás cerró sus puertas, hoy, enseña una materia degradada. Es tal su oferta de enseñanzas, que el propio individuo no consigue distinguir lo verdadero de lo falso. Además, los maestros, no enseñan con rigor, porque han perdonado a  los alumnos el compromiso del esfuerzo.

Hoy, muy pocas personas mantienen una conciencia clara de las propias capacidades, tampoco de las limitaciones. A veces, las oportunidades y el orgullo, nos sitúan por encima de nuestro nivel de incompetencia. En otras ocasiones, miedos enfermizos, bloquean la voluntad y nos impiden ocupar puestos acordes con nuestra preparación.

También, el concepto de tiempo, ha quedado visiblemente devaluado. Hoy vivimos en ámbitos de distracción permanente. Nuestra creciente inconsciencia, dificulta enormemente el aprovechamiento del tiempo.

Asimismo, el espacio, ha dejado de configurar nuestra pequeña parcela para convertirse en algo vasto; algo que no establece fronteras. Tampoco garantiza la seguridad.

El mundo ha sufrido enormes mutaciones. Nuevas formas de vida afloran en el horizonte y no estamos preparados para abordarlas. Hemos de aprender a vivir al mismo tiempo en que se producen los cambios.

Evidentemente, la escuela de la vida tendrá que cerrar sus puertas. Sus cátedras perdieron vigencia; hoy no mantienen la potestad de enseñar a vivir. El mundo ha crecido demasiado a través de una inmensa red de comunicaciones en la que, el propio individuo, navega desorientado y desprotegido; obligado a consumir por encima de sus posibilidades.  

Culturas y religiones se han convertido en híbridos desnaturalizados de lo que fueron en el pasado. En la nueva etapa que se abre nada quedará en pie, al menos, como lo conocieron nuestros padres.

Que cada cual se haga cargo de esta idea como prefiera. Yo planteo la necesidad de cerrar, de vez en cuando, la puerta de nuestro recinto interior. La conciencia ha de mantener actualizados sus registros para no perder los atributos que nos distinguen de los animales.

 

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