OPINIóN
Actualizado 10/09/2014
Manuel Alcántara

Me cuenta un amigo que poco antes de dejar una gran capital, en el momento de los despojos que siempre queda al final de todo viaje, decide visitar una Basílica que, se dice, es el centro espiritual del país. Entre el bullicio de la gente aprovecha para sacar fotos desde diferentes perspectivas. Tomas banales para llenar un depósito de recuerdos que se sepultan hasta no se sabe cuando. Quizá alguna tenga al final cierto valor. Unos policías le abordan, le indican que lo que está haciendo está prohibido y que conlleva una penalización máxima, y le conminan a entrar en un coche. Discusiones, incluso un leve forcejeo que se extrema cuando llega un oficial que le indica que "aquí las cosas son así: a las buenas o a las malas". La puerta del coche policial está abierta y los empujones le acercan a ella. Sabe que es un secuestro, que puede terminar en el robo de lo que lleva, en un peregrinar por distintos cajeros de la ciudad hasta vaciar su crédito, o en algo peor. De la multitud, una señora de edad avanzada se proyecta sobre él, le agarra del brazo y le arrastra al otro lado de la acera ante el pasmo de los guripas. "Siempre hacen lo mismo, ladrones, ahora váyase deprisa".

 

Le escucho al teléfono, sabe que, como él, soy un ingenuo que no suele creer en esas historias, que anda solo por cualquier sitio y que siempre piensa que esos cuentos no pueden sucederme. Mi amigo no llega a formular denuncia alguna, es consciente que no sólo es ineficaz sino imprudente. Solo desea llegar lo más rápidamente posible al aeropuerto, tomar el avión, dormir y olvidar.

 

Todo puede configurar una versión amarilla más de la realidad latinoamericana, o mejor, de sus grandes megalópolis. Es un asunto difícil de confrontar que la policía se convierta para muchos en el principal factor de violencia y de inseguridad, pero prefiero quedarme con la figura de esa mujer desconocida que tiró de él para sacarle del embrollo, para restablecer la dignidad de alguien extorsionado, para recuperar el valor de la confianza en la gente, para marcar la diferencia entre la brutal ignominia de quien está investido de poder frente a los que poseen la grandeza y la generosidad de la solidaridad. Una hazaña anónima de entre las muchas que se producen diariamente que reivindican al ser humano.

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