Mi Eva se llama Cristina y es más guapa que yo. La conocí siendo muy tímida, junto a Portugal; hacía mucho calor. Yo negaba lo evidente, había dado con mi otro yo. Después murió un amigo, el Cartojal malagueño se avinagró. Horas de teléfono hasta fin de batería, películas sin sentido en el vacío del salón, una tarde de cocina entre patatas y en Salamanca la fiesta mayor.
Fue en la plaza de Chinchón, en un balcón con dos copas de vino. Era en el mes de octubre, aunque aún no se había ido el calor. Con un susurro de aire vizcaíno a mis palabras sinceras asintió.
Mi Eva se llama Cristina y es más buena que yo. Está pendiente de los amigos, de la familia y hasta del apuntador. No deja pasar una fecha, siempre tiene un detalle en el corazón. Jamás me reprocha el pasado, hace planes conmigo a babor, sabe escuchar con paciencia, le cuesta expresarse cuando siente dolor.
Cristina se llama mi Eva, y me respeta como soy; sabe que tengo manías pero jamás se queja sin razón. Me quiere como soy, no intenta hacerme a su gusto. A veces me acompaña al fútbol, se pone nerviosa con mis nervios, grita con mis gritos y nos abrazamos después de cada gol.
Cristina se llama mi Eva, y es como si fuera yo. Quiero vivirla y que me viva, estar con ella hasta que se ponga el sol. Agua fresca son sus besos por la mañana, vino dulce después de la tarea, de licor y fuego en la cama.
Cristina se llama mi Eva, la mujer de mi vida, la que para sí quisiera todo Adán.
19 de octubre de 2005