Vivo en una ciudad agonizante, donde las pocas voces que se alzan lo hacen para subrayar la mediocridad, ensalzar la decrepitud, alabar el inmovilismo y justificar la medianía. Colonizada por la beatería y el temor, paralizada por la incultura y la ridícula soberbia, envejece la ciudad al tiempo que sus habitantes, con una lentitud espesa que deja en las calles su pátina de indiferencia. Al frío de las noches sólo parece conjurarlo la borrachera continua, el griterío beodo de hordas de descerebrados imitando lo peor del peor de todos. Nadie se mueve, ninguna autoridad ejerce más que de oficinista ni siquiera diligente que firma oficios, preside procesiones y se hace una fotografía junto a una tapa nueva de una nueva cloaca. Se derrumba, se derrumba la ciudad a pedazos, opaca y triste, gris a fuerza de santones y presidentes de entidades inoperantes e inútiles, mientras crece el tamaño de los tarjetones de jefes y jefecillos en organismos y aulas más viejos y caducos que el recuerdo, inmóviles ellos y ellas, inútiles sus funciones, detenidos todos en la imagen de lo que un día irrecordable tal vez algunos fueron y ellos ni siquiera quisieron ser . Y miran los santones, los endiosados mediocres con nombres temidos desde siglos, miran por encima del hombro, imparten su mendaz doctrina convencidos de una grandeza hecha a base de amigotes, enchufes y traiciones, por encima del hombro miran, siguen mirando a los lacayos que pasan, lacayos herederos de lacayos, generaciones largas de amos y esclavos, mientras unos sirven cafés y otros lucen sus mantillas, y a su alrededor barren una y otra vez los restos desgastados, las baldosas roídas de lo que nadie recuerda qué fue este zoco de nada, esta memoria que ha atravesado siglos inmune a la inteligencia para hundirse en la torería y la iglesia, en el más ruin clasismo de casino y en la endogamia como costumbre. Quién sabe cuánto durará esta ciudad de fachadas a imagen de los inmóviles, qué nueva mezquindad aguarda a sus fantasmas desarrapados y conformes, que boca arriba en el solar de un teatro abren la boca, perezosos, gandules y envidiosos, a la limosna y a la frase del vividor que los dirige, a la ocurrencia folclórica del pintamonas que los deslumbra, al castañero de la esquina, al charlatán del gobierno. Ni quién hará, si alguien va a tomarse la molestia, el epitafio de una ciudad nunca peor ni más traidora consigo misma que cuando dice creer a pies juntillas el valor de la falacia que es la imponente imagen de piedra muerta con que algunos, todavía, todavía, siguen vendiéndola.