OPINIóN
Actualizado 29/08/2014
Eutimio Cuesta

Fiestas y añoranzas

Este año, me han echado de menos los campos, el río, los rastrojos, los pájaros, las alimañas, las encinas y las sombras. No me han visto ni yo los he hablado; sólo me he asomado y he disfrutado de su color de oro, de la libertad de los hierbajos y de la placidez inquieta de los pardales, que se columpian en la antena de televisión,  desde el otero de mi solana. No he tenido ni ganas de calarme el sombrero ni de empuñar el cayado que me regaló mi vecino Francisco. Sólo he hecho calle. Mucha calle, y he visto y hablado con mucha gente; y me he alegrado con los que disfrutan de salud y vida; y me he apenado con los que tienen de compañero el dolor y la pena.

Pasé al lado de la imagen de san Roque y le noté un poco más pálido, con alguna arruga más no disimulada, se lo comenté a mi amigo Antonio Pericache; en cambio, él le notó de mejor humor, con una sonrisa blanca, nada socarrona, posiblemente, sea un detalle que dejó la gubia de su autor, y se ha asomado ahora con el paso del tiempo y de las circunstancias. Dos puntos distintos de ánimo, el de mi compañero y el mío. Quizás haya sido también, porque yo me declino con los años, y a él le brota una juventud arrebatadora.

Siempre se comenta que ha habido más gente o menos gente que el año pasado; no me he parado a contarla, ni de un vistazo; sin embargo, yo creo que siempre venimos los mismos; los que vienen y los que no vienen, porque, con solo acordarse de que el día 16 de agosto es san Roque, es venir a Macotera, a san Roque. Todos nos encontramos aquí, aunque sea con el recuerdo y con la añoranza.

Del día de san Roque, puedo contarte que amaneció calentito, con una tenue neblina que velaba un sol, que la apartó de sí en un instante, como a un pequeño parásito. La calle, al amanecer, seguía con la jarana y el alboroto de la noche, y la plaza de la Leña, un enjambre de juventud con vasos rellenos de un contenido multicolor, que aliviaba tanta resaca del relente de la noche; aún el escobón no había limpiado los berretes de una velada en que la bota y la vianda se hilaban de continuo. Detrás de mí, los dulzaineros encabezaban una procesión de mil pandas de multicolor disfraz, que más que tocar diana, se trataba más bien de la actuación de un concierto ambulante, porque hay que ver cómo lo hacen, cómo lo interpretan  y cómo lo gustan; yo les considero los auténticos animadores de la fiesta, junto con los chavales del Club Atletismo.

Y me he sentado al ordenador a compartir contigo una añoranza, una añoranza como la tuya, porque las fiestas de los pueblos se cuelan en el fondo de la maleta de nuestra alma y nos sumen, por un instante, en una tristeza melancólica, que se va disipando con el quehacer diario y con la esperanza de que volverá otro verano con el santo de nuestra devoción.

 

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