Ortega Carmona y A. P. Alencart (Foto de Jacqueline Alencar)
Lo oigo siempre, aunque esté por Alemania por largos meses; aunque no lo vea ni hable con él en semanas: la memoria auditiva del corazón no olvida ni engaña. La poética del humanismo que de él aprendí es una herencia que mucho valoro y que trato de justificar verso a verso, reflexión tras reflexión ponderada.
Salamanca (y su cultura) mucho debe a este genuino humanista: durante casi cuatro décadas como catedrático de Filología Griega en la Universidad Pontificia de Salamanca, lo suyo fue sembrar ansias de conocimiento, pasión por la Palabra poética, profundización de la taurología o una vocación europeísta, inéditas hasta entonces en las aulas universitarias.
Esta impronta, aunada a un magno desprendimiento a la hora de potenciar la obra de tantos y tantos autores de España e Iberoamérica, incluida Portugal, lo tornan una personalidad a no olvidar. Pero su valor se agranda si se repasa el contenido de sus libros y ensayos, de sus traducciones (sigo a Píndaro gracias a él), de su saber comunicar lo pensado.
Celebro siempre los escritos de Alfonso Ortega, no sólo por su erudición sino también por la difícil sencillez alcanzada. Y celebro haberlo abrazado en Madrid, el pasado 4 de abril, mientras yo y Jacqueline íbamos de paso a Barcelona, al Encuentro Anual de la Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos (Adece), celebrado en la Biblioteca de Cataluña.
Abracé, feliz y hasta las lágrimas, a don Alfonsus (como me gusta decirle), al digno eslabón de la cadena iniciada por Fray Luis de León.