OPINIóN
Actualizado 25/08/2014
Sagrario Rollán

"Aunque no esté escrito en ningún libro, ver el cielo de verano es poesía". Tardes de luz que se alarga, noches breves  de estrellas. Nuevos paisajes y otras experiencias. Tiempo vacío y aburrido del adolescente, que al fin desemboca en un poema  o en una lectura insólita que ya no olvidará nunca,   eterno retorno del juego repetitivo y fecundo para el niño, tiempo lento en la solana o al fresco del atardecer de los viejos en los pequeños pueblos de nuestra provincia;  la ocasión perfecta para todos de aprender a mirar de nuevo.

Este poema, de Emily Dickinson (Massachusetts 1830-1886) dice la sobriedad y la fuerza con la que aprendemos cuando somos capaces de prestar atención a lo que nos rodea sin apremio.  Ella vivió absolutamente aislada de círculos literarios e intelectuales, recluida en la casa paterna  (la psicología señalaría  una situación estimular "pobre", mas  esa pobreza fue escogida). Dicen que vestía de blanco, quizá para no hacer su sombra demasiado densa;  mujer cultivada y algo excéntrica,  también cuenta la leyenda que dos eran sus libros de  cabecera: la Biblia y un diccionario. Colores primarios, básicos, sustanciales, magistralmente mezclados a base de mirar, tan solo mirar, atentamente: "Como ojos que miran las basuras/ Incrédulos de todo/ Salvo del vacío, y quieta soledad/ Diversificada por la noche?/Sólo infinitos de la nada"

Ver el cielo de verano es volver a  aprender a leer, sin libro, sin periódicos, sin  reseñas convencionales del semanal de viajeros, babeles, imprescindibles  escapadas.

Ver el cielo de verano es deletrear de nuevo, con el índice desnudo y descolgado de las TIC, de manera personal, y casi intransferible, según el ritmo y la pausa del corazón. Intransferible casi,  solo a tus hijos,  tal vez,  puedes conducir de niños por ciertas soledades  e invitarlos a mirar con sorpresa:  un lagarto, un conejillo deslumbrado por los faros de la bici, un peñasco-rostro que da miedo,  brincando  por esos caminos que volverán a andar  años después, y recordarán, como el primer libro de cuentos?Aquí aprendí a caminar, por estos derroteros me trajo mi padre en zapatillas, el primer lápiz, el primer cayado, el tirachinas con una vieja ramita? y señalarán  Nos detuvimos ante una casa que parecía/ Una protuberancia de la tierra,/El techo apenas visible,/La cornisa casi en el suelo.

Y en aquel misterio de tiempo detenido, derrumbe y éxtasis,  sabrán que andar, escribir, dibujar, leer, saltar era todo uno,  las grafías esenciales, los trazos de línea hechos en y con el cuerpo;  con los ojos y en la sangre catapultada a la luz de agosto, sobrevolando desde las lomas el espesor recio de encinas,  o la luz vertebrada en berrocales y serrijones rotundos entregados a las primeras exploraciones de campo del niño que fuimos. Pero también arrastrar los pasos junto al abuelo , renglón torpe o  espasmódico de parkinson, con el sentimiento del final cercano, los ritmos de la vida ?

Los poemas de Emily Dickinson son así de extraños y así de nuevos, a veces visionarios, como las nubes de tormenta: "En que por vez primera intuí/ Que las cabezas de los caballos/ Apuntaban a la eternidad" . A veces transparentes "Detrás de la colina está lo mágico,  todo lo nunca visto"

Y luego está esa capacidad suya de introspección comparable al bisturí del cirujano,  o al método analítico de los grandes racionalistas, su pericia para dibujar el mapa de los sentimientos que nos guíe  de nosotros a nosotros mismos, con la pulcritud de quien extiende el mantel recién planchado para un banquete de fiesta: " "Dispuesta tras la puerta más sencilla / la pompa de los días de verano"

Dejémonos invitar a este festín exquisito y frugal.

 

 

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