OPINIóN
Actualizado 23/08/2014
Tomás González Blázquez

 

En casa, al poco de pasar los Reyes el último enero, vivimos una de esas epifanías que cambian la vida: esperábamos a nuestro primer hijo. Sin culminar el tiempo de la Navidad habíamos de emprender nuestro particular, doméstico y familiar Adviento. No serían ya cuatro domingos en los que recordar el paso salvador de Jesús, implorar su segunda venida y hacerle nacer en el pesebre de cada uno, sino que la preparación del camino y el allanamiento de sendas se alargaría, muy probablemente, unas cuarenta semanas. El día y la hora, en este caso, tampoco están claros. Procede, por tanto, ser constantes en la vigilancia y perseverantes en la esperanza, y, por supuesto, muy pacientes.

 

Una fecha, siempre aproximada, como referencia, la que los médicos llamamos FPP (fecha probable de parto), fruto de echar una cuenta o jugar con una ruleta a partir de otra fecha (y otras siglas, de las que abusamos): la FUR (fecha de última regla). 8 de septiembre es la nuestra. Día de fiesta, cuando Salamanca aclama a la Virgen como patrona en la memoria de su nacimiento. Definitivamente, había que tomarse las cuarenta semanas, tan cuaresmales en su cifra, en clave de Adviento, peregrinando hacia esa Nochebuena que caerá, más o menos, por Santa María de la Vega.

 

Como en todo buen Adviento que se precie, el protagonista es el que viene, el que vive ya para nacer pronto. Evidentemente, la madre que lo siente como nadie en su seno, y junto a ellos, el padre que anhela sostenerlo, acariciarlo y ver su rostro. En torno, los abuelos que renuevan su condición de padres y celebran el cumplimiento de aquella bendición-deseo nupcial de contemplar a los hijos de sus hijos como reza el salmo. Cerca, los nuevos tíos, los nuevos primos, los amigos de los padres, los de los abuelos, y así muchos. Es siempre la época de proclamar grandezas y de alegrar espíritus cuando se ha dicho sí a la vida, a menudo entre grandes dificultades e incomprensiones, que no son pocos los advientos en los que hay que viajar por decreto a ninguna parte, llamar sin éxito a unas y otras posadas cerradas a cal y canto, y sacar fuerzas de flaqueza ante el desenlace en la soledad de establo de una habitación de hospital.

 

Cuarenta semanas para ir encendiendo velas de una hermosa corona. La hospitalidad del hogar con el nuevo inquilino que se torna propietario de mucho espacio. La generosidad del tiempo que merecen los cuidados y la educación desde la primera hora. La humildad de la familia que acoge al nuevo miembro como uno más, y si cabe, como al mayor entre todos. La ardiente llama de la caridad, que reconoce en el recién nacido al que nació en Belén, que se pone tierna y amorosamente en medio de nuestra vida a través de la pequeñez y la debilidad.

 

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