OPINIóN
Actualizado 21/08/2014
Alejandro López Andrada

Llega un concierto azul desde las zarzas. Escondido en las sombras, rasga el ruiseñor la soledad más dulce de los campos. Un puñal de silencio se hunde en la espesura atravesando el amor de la avecilla que encofra la luz ya huida en su garganta. ¡Si mi alma pudiera acercarse hasta su trino para poder despojarse de dolor! Nadie como el ruiseñor sabe tender su milagro sonoro sobre el pecho del que sufre. Su canto humaniza la herida de un paisaje de avena famélica y abre en el arroyo, ahogado entre zarzas, cuevas de emoción.


              La luna está ahorcada entre desflecadas nubes, pero a la casa llega su fulgor de piedra infeliz. Llevo de la mano el recuerdo de Keats, cuatro o cinco versos, mientras va devorando el silencio la vaguada. Luego, ulula a mi espalda un autillo y todo es blanco. Hace el viento cosquillas al vientre de las zarzas. Vuelve todo a encenderse con la luz del ruiseñor.

 

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