Es fácil imaginarse la escena. Trasladémonos a tiempos prehistóricos y contemplemos al hombre primitivo, ya bípedo y erecto, como uno de los seres más indefensos, dentro de un hábitat verdaderamente hostil, dominado por otros más poderosos y mejor dotados. El marco puede ser un bosque y, casi siempre, como fondo una colina en cuya falda se abre acogedora la boca negra de una cueva. Nuestro protagonista sólo dispone de sus manos, sus pies y sus dientes, todos ellos más débiles y menos eficaces que los de muchos animales que le rodean. Hay que suponer que su medio ambiente estaría sometido a la dureza del clima y a los cataclismos que arrasan y reconstruyen todo. A duras penas se alimentaría de los frutos silvestres que sólo a temporadas descubriría y de algún pequeño animal que pudiera apresar. El hambre y su lucha por la defensa y conservación de la vida harían de su existencia una dolorosa aventura en la que casi siempre acabaría siendo la víctima.
Ahora bien, cuando el hombre fabrica estas armas rudimentarias no piensa en la guerra sino en lo verdaderamente urgente y vital para él: la subsistencia. La guerra aún tardará muchos milenios en aparecer. La guerra no existe mientras no hay sociedad, organización jerárquica, intereses e ideales comunes. En definitiva, la guerra es una forma social, colectiva, de esa triste realidad humana que es la violencia, constantemente justificada y condenada, repudiada pero practicada, presente y evidente. No obstante, la violencia suele acarrear el odio y, desde el primer momento, las armas se utilizaron también para el homicidio. Ahí está el primer crimen bíblico para corroborarlo.
La caza es la primera actividad organizada del hombre, la primera cultura que le convierte de perseguido en perseguidor y dominador de muchas especies animales. Y todo se lo debe a las armas. Esos hombrecillos en torno a la hoguera acaban de instalar la primera fábrica de armas de la historia. Aún sin cubrir su cuerpo con pieles, que no podían coser, que toscamente manipulaban piedra, fuego y madera, se encuentran en la misma actitud que los ingenieros de armamento de las grandes y modernas empresas de la actualidad. Unos en los albores del programa y los otros en el final. Cientos de miles de años les separan y, a la vez, les unen a través de un tiempo que ha dividido la historia en largos y desagradables capítulos.
Tenemos al hombre primitivo agrupado en gremios sociales y, como era de esperar, debe aprender a ser guerrero. Aquel hombrecillo que comía hierbas y semillas, ya no puede permitirse el lujo de ser pacifista si quiere defender lo suyo. Ya tiene un patrimonio que debe vigilar personalmente, o costear a quien se lo proteja.
Las armas acaban decidiendo el triunfo y la urgencia de todas las ideologías y sus sistemas, de las buenas y de las malas; y así ha sido a lo largo de la historia. Roma somete a Cartago y da su tono a la Antigüedad. El cristianismo vence con Constantino. El protestantismo lo hace con los señores y lansquenetes que lo apoyan. Las armas deciden la Revolución Francesa, la hegemonía del capitalismo burgués y la revolución marxista. Esto puede gustar o no, alabarse o condenarse, pero no negar que es una rotunda realidad.